Cuando quise convertirme en un Lector, me sentí exigente y vanidoso… profundamente insatisfecho. No encontré las letras que habrían de brindarme esos estímulos específicos que me harían devorar un Libro, y que conectaran con esta necesidad incógnita que había tenido siempre.
Mi búsqueda estuvo tan enredada que se confundió, que marchó a lo loco y no llegó más que a un hambre literaria dilatada.
Por supuesto que tuve el hábito de acabar lo que leía; para mí, eran muy pocos los libros que merecían quedar a medias. Esos pocos los evité. O leía de principio a fin, o no lo hacía. No me permití más opciones.
Seguí pidiendo a los libros tantas cosas… vivir una aventura, evadir la realidad con ideas descabelladas, sentirme convencido, somatizar las letras en oleadas de emociones. Pero mis ojos inertes sintieron una pérdida de tiempo.
Un día, aturdido por un frustrante aburrimiento, decidí sentarme a escribir… a jugar a la deidad y crear. Y así comencé este camino que nunca terminaré de recorrer.
Oh si… Me consideré arrogante al principio, por adoptar el oficio. Me aborrecí cada vez que escribí, porque supe que lo hice a falta de un libro lo suficientemente bueno para atraparme.
Pero tampoco fui narcisista. A pesar de mi actitud inicial, hubo de fondo la humildad suficiente para aprender de los escritores establecidos.
Son ellos a quienes agradezco la inquietud de descubrir qué hay más allá de lo que ya está hecho.
Gracias a esta experiencia, a este “quedarse con las ganas”, fui escritor. No hubo vuelta atrás.
Dediqué mi vida a crear el Relato perfecto, a fabricar mi hedonismo en la armonía de las letras. Estuve ante la máquina de escribir un lapso que a mí me ha parecido un instante, pero que resultaría abrumador para cualquier humano.
Y me sigo sintiendo insatisfecho. Sigo escribiendo. Es lo único que he hecho por años, y no he conseguido el éxtasis. Me rehúso a detenerme sin haberlo conseguido. En una de las veces que me hice a un lado, para vomitar por la intensidad nauseabunda de mi entorno, me apercibí de la cripta que me habían construido. Mis ojos estaban tan adaptados a las tinieblas que olvidé el encierro.
Olí la humedad subterránea de un riego reciente, y sentí la sutil textura del moho que poblaba los muros de concreto.
Un murmullo a mis espaldas me interrumpe. Los escritores ilustres se han reunido a mi alrededor. Sus sombras me juzgan, altivas. Me esperan en el inframundo.
Les demuestro mi desdén escribiendo la siguiente frase, concentrándome en mi tarea. Total, si caía muerto, ya estaba en el lugar propicio. ¡No… lo reitero, me niego a fenecer en plena consecución de mi objetivo!
Uno de ellos me sujeta del hombro, como mi mentor, paciente ante mi testarudez. Me libero con gesto grosero, con toda la intención de superar mis límites. ¡Mi vida no habrá sido en vano, debo construir el Relato perfecto, aunque mis huesos se desintegren atorados entre las teclas!
¡Aunque se agote el papel y tenga que arrancar mi propia piel para plasmar el texto perfecto!
Los cuatro autores intentan someterme. Mis manos resisten, aferrándose y golpeando con ímpetu incansable las letras.
“¡Ya déjenme en paz!” grité, balbuceando un poco al haber dejado de usar mi voz hacia tanto. Las sombras se dispersaron, y un silencio imperante fue mi aliado.
No lo conseguía todavía. Tantas distracciones, tanta humanidad que me inundaba desviaba mis esfuerzos. Me sacudí la abundante greña, desesperado.
Y mi tarea quedaría relegada a la eternidad, incompleta, mediocre. Los cuatro autores volvieron, emergiendo de la negrura. Me tomaron por los tobillos, y tras alzarme de cabeza, me arrojaron al abismo.
Me pregunté desde cuándo mi cuerpo era tan frágil.
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