El esplendor de las llamas me purificaba. Contemplaba, en un suspiro que me estremecía el cuerpo, aquel mueble reclinable al que rocié con gasolina y provoqué un incendio en un terreno lejano.
Atesoraba ese momento, disolviendo en el fuego los traumas que se habían arraigado en mí. Pero no tardé en llegar al punto de desconfiar de la efectividad de ese fenómeno. Seguía sintiéndome intranquilo; los recuerdos del abuelo llegaban a mí a través de ese aire impuro.
Lo había conocido en una avanzada edad, de pasado ignoto y carácter incierto. En ese principio había sido un sujeto interesante. Me había compartido historias de guerra, de enemigos despiadados que habían mutilado a sus compañeros del ejército, de esas incontables supervivencias que habían dejado de ser deseadas en el momento en que se quedaba uno solo en el campo de batalla. De las mujeres que habían llegado a amarlo, y que se habían ido a la tumba pensando que estaba muerto.
En otras ocasiones me había abordado con historias románticas. Contó que se iba a la plaza a que le bolearan los zapatos y leer el periódico, levantando la vista para divisar alguna hermosa chica. Y que así había conocido a mi abuela, con la que vivió varias décadas en una pacífica casa de dos pisos, con balcón en el superior. Por las tardes, ella regaba las flores de la jardinera y él se ponía a leer realismo mágico con unos diminutos anteojos que sólo servían para eso, y un habano sin encender en la boca. Sólo para no perder el estilo, decía.
Nunca supe qué historia creerle; la abuela llevaba tiempo difunta, y a él lo retiramos de un asilo después de que el hospital nos llamó para informarnos que su salud estaba delicada a causa de un infarto que le ocurrió en un incidente. Había perdido el control y comenzado a pelearse con otro anciano por razones que no quisieron decirnos por fines prácticos. El otro anciano falleció dos días después por uno de los fuertes golpes que había recibido.
Cuando lo acogimos en nuestra casa, no sabía si compadecerlo o simplemente hacer mi trabajo de cuidarlo. Para comenzar, me enfoqué en monitorear sus estados. Mis noches cambiaron radicalmente. Empecé a escuchar un jadeo seco que denotaba incomodidad. Era a veces tan fuerte que a veces hasta parecía que carraspeaba.
Acudía a ver si se encontraba en un calmo ensueño, y así resultaba. Su respiración era ligera, quieta. Llegué a pensar que lo hacía para llamar mi atención. Cuando me relataba sus historias, le decía que no se esforzara mucho y que controlara sus inhalaciones. Me sorprendía la vitalidad con que exponía su vida (¿o sus vidas?).
Una noche, ese jadeo tan extraño se escuchaba tan violento, estruendoso y molesto. Y me levanté rápido para colocarle la máscara del tanque de oxígeno. Ni siquiera invertí tiempo en encender la luz. Cada segundo valía para regular sus signos vitales. Mi madre lo hizo cuando ya había cesado todo. Y nos percatamos de que ya estaba muerto.
Sus extremidades ya estaban frías. Los pliegues entre las cejas bien acentuados. Y los ojos arrugados en una manifestación de dolor.
En su funeral, mantuvimos el féretro cerrado por respeto a su último momento de agonía.
Al terminar y llegar a casa, recibimos la noche en melancólica quietud. Ya aquella senectud sufrida había llegado a su fin. Y tuvimos una pronta resignación, deseando su felicidad en la vida eterna.
Ah, pero cómo anhelamos desde esas oscuras horas haber sabido la verdad sobre su vida, y qué males lo perseguían, e incluso porqué se había peleado en el asilo. Estaba yo inmerso en mi sueño, cuando volví a escuchar ese espantoso y repulsivo jadeo. Me dirigí vacilante a donde solía reposar el abuelo. Me estremecí ante la imagen vacía del mueble reclinable, acompañada de ese incesante sonido. Ese sonido… ¡Ese sonido, maldición!
Me preocupa que el fuego no pueda defenderme de eso… no me atrevo a preguntarme qué es… ¡no me atrevo!
Sentí un eco en el calor de esa combustión. Era el alma incansable del abuelo. Sentía como si su mano etérea, hecha de agónicos gemidos, me apretara el estómago, y encajara sus uñas hasta rasgarme por dentro.
Era esa difícil respiración, demasiado clara entre las llamas… se convirtió en una risa áspera, que aceleraba un poco más, ¡hasta la medida de una carcajada demoníaca!.