Quién lo diría, en Los Andes venezolanos se encuentra la más alta escultura habitable de América, con 46,72 metros de altura supera a la archiconocida Estatua de la Libertad. Aunque la hermosa escultura de la Virgen de la Paz no esté rodeada de las floridas leyendas de inmigrantes llegando a las costas de New York posee algo mucho mejor, algo casi mágico: es un verdadero templo situado en el corazón de las montañas trujillanas, donde el verde silencio encanta a aquellos que logran posarse en los brazos azules de la virgen que arrulla a una blanca paloma en su mano derecha. Sí, casi oculta entre valles majestuosos la figura azulada de María regala, más que una visión imponente, un momento para contemplar desde sus miradores la belleza de un país que se ha olvidado de su propia belleza.
He visitado, en compañía de una amiga, este hermoso lugar y he recordado que sobre las penas que padece Venezuela se encuentran lugares en los que la paz y la belleza aún son posibles. He recordado que lo esencial de este pueblo aún está presente, escondido en valles y montañas, en pastizales y sabanas, en su gente, sobre todo en aquella que no ha olvidado que está hecha de barro, el mismo barro que forma las montañas y laderas de la geografía venezolana y americana.
He soñado, desde los ojos de la Virgen de la Paz, con una Venezuela que vuelva la mirada sobre sí misma y recuerde que es hermosa y que puede volver a ser.
Verde cima alada
ave libre
cual suspiro del viento