Oscar era un hombre solitario. Desde que era chico había vagado por la mayor parte de Europa occidental en busca de algún lugar al que pudiera llamar hogar. No conocía a su padre, pues había abandonado a su madre embarazada a los quince años de edad, dejándola a él y por consiguiente al nonato Oscar en la completa miseria. Corría el año 1796, y los gitanos aún no eran bien aceptados en el París de aquella época, aún más mala suerte para el pobre muchacho, quien los dueños de posadas y tabernas al darse cuenta de su procedencia lo echaban a la calle cual perro inmundo.
Si, Oscar no había tenido buena suerte en toda su vida, a excepción de cuando robaba unas cuantas monedas del frasco de propinas en los bares, o cuando fingía ser ciego para que los transeúntes le dieran algo con que comprar un poco de pan.
Oscar no había visto a su madre desde que tenía doce, así que no tenía idea si estaba viva o no. Dejó el nido de ratas donde vivía con otras quince personas de la misma condición que él y su madre, en las profundidades del cementerio de Orléans. Se prometió a si mismo jamás regresar, y que si por casualidades de la vida volvía a aquel lugar, lo haría lleno de riquezas y poder, como alguien importante.
La cruda verdad fue, que a los gitanos se les trataba peor que a la servidumbre, incluyendo al pobre Oscar. Sus facciones delgadas, casi huesudas, piel morena y nariz algo ganchuda delataban su raza, su origen. Las únicas riquezas que pudo conseguir a sus diecinueve años fueron aquellas monedas de oro que robó aquella tarde de mayo, cuando por buena suerte, el cantinero de una taberna bastante popular en el sector pobre de París se descuidó. Si Oscar tenía un don, ese era la astucia y la rapidez con las manos.
Con todo ese dinero, Oscar pensó en gastarlo en comida, pues hacía veinticautro horas que no había comido nada, y en la capital la comida era bastante costosa. Por esa razón, Oscar salió de París en dirección a alguna de las muchas aldeas aledañas a la ciudad. Pagó un transporte económico que lo dejaría en la entrada de la aldea, y al cabo de una hora estuvo allí. Un pueblo destartalado y bastante antiguo, haciendo pensar a Oscar que era una aldea primitiva, de las primeras que se formaron alrededor de la capital.
Oscar gastó todo en comida, desde pans completos hasta un asado de ternera que a pesar de estar algo desabrido, Oscar encontró delicioso. Incluso se permitió el lujo de pedir algo de vino. Se lo comió todo de una sola sentada, y uando estuvo lleno, vio que ya faltaba poco para anochecer. Con ese dinero, el chico no iba a quedarse en la calle a dormir. Primero, porque haía un buen tiempo que no dormía en una cama; y segundo, porque si alguien descubría que tenía tanto dinero así, tal vez no llegaría a despertar.
Por eso, salió al frío de las calles y buscó alguna posada en donde pasar la noche hasta poder volver a París a seguir haciendo de las suyas. Caminó hasta encontrar un viejo edificio de dos pisos que indicaba vagamente que se trataba de un hostal. Entró y al instante sonó una campana que colgaba encima de la puerta. El recibidor de la posada no era nada del otro mundo. Unos sofás descuidados de color marrón, una alfombra polvorienta con diseño de flores y al final unas escaleras que daban hacia las habitaciones. Lo único que se veía de valor ante los minuciosos ojos de Oscar era el escritorio, de madera oscura y bastante bien cuidado, contrastando con el desastre que era la habitación.
-Hola, ¿Hay alguien aquí?- preguntó Oscar a la nada, esperando una respuesta, cuando de pronto escuchó una voz ronca y sibilante que venía del lugar donde se hallaba el escritorio.
-Si, lo he visto entrar y echarle un ojo a mi escritorio. ¿Acaso lo quiere robar?- preguntó un viejo canoso, vestido con trajes de campesino y con una pipa en la boca que no eschaba humo.
Oscar se sintió repentinamente ofendido. ¿Por quñe habría de robar un escritorio? Ahora tenía dinero para comprarse uno él, cosa que no haría por no tener hogar en donde ponerlo. Por eso, negó rápidamente con la cabeza. Era cierto, él no era una persona precisamente honrrada, pero tenía límites con respecto a lo que robaba.
-Que bueno, porque este escritorio era de la sin-cabeza. De la reina María Antonieta. Me lo llevé durante el saqueo en Versalles. Si te lo robaras, su fantasma iría por ti y vengaría el robo. Varias veces la he visto sentada en él escribiendo a la nada, y yo la dejo tranquila. A los muertos no se les debe molestar.- dijo el hombre, de vez en cuando lanzando una carcajada ahogada.
-Uhmm. Está bien.- dijo Oscar, frunciendo ligeramente los labios. Recordaba bien el desastre que hubo en el Palacio de Versalles unos años atrás, y no le gustó saber que ese escritorio perteneció a la mismísima María Antonieta, la reina que muchos pensaron estaba loca.
Otro de los límites de Oscar era lo sobrenatural. No le gustaba saber nada acerca de fantasmas, almas en pena y cosas por el estilo, así que pensó en salir de la posada, aunque se detuvo a mitad de camino. Ya eran las siete de la noche, y encontrar otra posada en una aldea que no conocía era una idea tonta, así que prefirió quedarse allí.
-¿Tiene habitaciones disponibles?- preguntó Oscar con determinación, y el hombre asintió levemente antes de quitarse la pipa apagada de los labios.
-Si, tengo una habitación disponible. La habitación 3. Pero debo advertirle algo, joven gitano. Por nada del mundo, repito, por nada del mundo saque el clavo que está en el lado interior de la puerta.-
El muchacho se extrañó por un segundo, incluso creyó que aquel viejo no le estaba hablando en serio. ¿Por qué habría de sacar un simple clavo de una puerta? De hecho, ahora que lo pensaba bien, esa advertencia era de lo más ridícula. Por eso, Oscar se limitó a asentir con una sonrisa breve en los labios y fue detrás del anciano a través de las escaleras.
Todas las escaleras crujían bajo el peso de su delgado cuerpo, lo que hizo pensar a Oscar que los tablones de madera que las conformaban no habían sido cambiados en mucho tiempo. El segundo piso era un amplio y largo pasillo repleto de puertas. Algunas con números, otras sin ellos. De pronto, el anciano se detuvo frente a una puerta de madera con un número tres tallado toscamente en su cuerpo. El hombre sacó unas llaves de su traje de campesino y giró la cerradura de la puerta, que cedió casi al instante.
-Este es su aposento por hoy, monsieur. Son tres monedas por noche.- dijo el anciano, guardando sus llaves y sacando de otro bolsillo algo de tabaco y un fósforo, que colocó en la pipa y lo encendió.
-Merci.- dijo Oscar educadamente. El hecho de ser gitano no implicaba que fuera descortés, pero algo imprudente vino a su memoria. El clavo. ¿Qué tenía de interesante o peligroso sacar el clavo de la puerta?
-Disculpe.- dijo Oscar, haciendo que el viejo, que estaba a punto de salir de la habitación, se devolviera y le dirigiera una mirada suspicaz- ¿Por qué me advirtió lo del clavo? ¿Qué pasa si lo saco de su lugar?-
El hombre terminó de voltearse hacia él, y sacandose la pipa de la boca, lo miró fijamente a los ojos, haciendo que algo dentro de Oscar se retorciera con una sensación rara.
-Ese clavo está maldito, monsieur. Todo el que lo saque sufrirá graves cosas, cosas que nadie puede explicar. El clavo ha estado en ese tablón de madera desde que fundé el hostal. Nunca quise sacarlo, pues me considero como un 'coleccionista'. Pero han habido muchos, oh si, muchas personas a las cuales la avaricia las consume. Jamás han salido de la habitación luego de haber sacado aquel clavo. Nadie. Nunca.-
Oscar se arrepintió de haberse hospedado en aquel hostal tan lúgubre y tenebroso, pero ya no había nada que pudiera hacer, así que le pagó las tres monedas al anciano, quien se retiró caminando lentamente hasta el recibidor.
La habitación tres era algo acogedora, aunque nada de qué jactarse. Una cama cómoda y mullida con sábanas suaves, una alfombra a los pies de la cama, un cuadro de un jarrón lleno de flores, frente a la ventana que daba a la calle, a la derecha, había una mesa de madera con tres sillas. Pero Oscar quiso fijarse en lo que le atraía de la habitación: el clavo.
Cerró la puerta detrás de él, y lo que vio fue sorprendente. El objeto por el que había recibido una advertencia tan severa estaba hecho de oro, del más puro y brillante oro que alguien jamás había visto. Era relativamente pequeño, cabía fácilmente en un puño cerrado. Estaba recto, clavado en uno de los tabñines que formaba la puerta de la habitación tres. En seguida, Oscar el gitano perdió la razón.
No había nada en este mundo que pudiera sacar de su mente lo maravilloso que era aquel clavo. Se imaginó unas diez mil formas de llevarselo sin que nadie sosprechara. Esos cuentos que había dicho aquel torpe anciano eran solo niñerías. Si alguien hubiera podido sacar el clavo de esa puerta, se habría hecho rico al instante. Regresaría a su natal Orléans como todo un noble caballero, con un elegante carruaje y con ropajes limpios y vistosos. La sonrisa de la ambición surcó los labios finos y agrietados del chico.
'Voy a cortar el pedazo de madera que tiene el clavo y me escabullo por la ventana. Pan comido.' se dijo, pero al examinar en la habitación algún objeto que pudiera cortar la madera, no halló ninguno. Después de todo, sus ganas de poseer el clavo dorado eran grandes, pero no más que su temor por lo sobrenatural.
Pensó una y otra vez en como podría hacer para sacarlo de su lugar sin separarlo de la pieza de madera, tanto que no se dio cuenta que había amanecido hacía solo unos minutos. Fue entonces cuando, de un momento a otro, se decidió a no creer en lo que el viejo dueño del hostal le había dicho. Con sus delgados y huesudos dedos haló el clavo hacia afuera, forzandolo a salir. Comenzó a sudar levemente por el esfuerzo, hasta que de pronto, aquel pequeño tesoro estaba empezando a ceder. Por cada ligero movimiento que hacía el objeto, más se veía la llama de la ambición en la mirada normalmente apagada de Oscar. La puerta no era un obstáculo para él, ya pensaría en como escaparse de la habitación sin que nadie se diera cuenta. Fue entonces cuando el clavo cedió totalmente, saliendo de su encierro.
Fue como si el infierno se hubiese desatado en la habitación tres. Un ruido de crujido fue en aumento hasta dejar completamente sordo a Oscar, quien aunque se tapaba los oídos con ambas manos no podía dejar de escuchar aquel ensordecedor ruido. De pronto, los tablones del suelo comenzaron a subir y bajar, temblando vigorosamente tal como si se tratara de un terremoto.
'Esto no puede ser verdad. El clavo... ¡La maldición!' pensó Oscar, con lágrimas a punto de salir de sus ojos, que se hallaban cerrados fuertemente. No quería ver nada. Deseaba que todo fuera un sueño. Su peor temor se había hecho realidad. Las pesadillas que lo perseguían desde niño eran ciertas. Lo sobrenatural existía, y ahora él formaba parte de una de esas historias por culpa de sus ganas de grandeza, por culpa de un clavo hundido en la madera de una puerta.
De pronto, el piso dejó de temblar, y una voz profunda que parecía llenar el espacio gritó: ¡Oscar, ladrón! ¡Es mi clavo, y ahora debo llevarte!
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