Undoubtedly the best of the stories so far read by me, from my friend DONOVAN ROCESTER, sublime, magnificent, incredible.
A mixture without comments more than positive to the old style of the Twilight Zone with a subliminal air to the master Stephen King, the best author I know in literature of terror, suspense and fiction.
BRAVO!!! Worthy of a prize.
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https://donovanrocester.com/2014/11/17/la-guadana-de-la-muerte-tiene-nombre/
La guadaña de La Muerte tiene nombre
Publicado: 17/11/2014 en Relatos sueltos
Empeoraban día a día los dolores de Héctor, un hombre correcto y cuidadoso en todos los sentidos, pero con la retorcida suerte de haber sido diagnosticado con cáncer de páncreas.
La noticia tomó por sorpresa a Héctor pero, como hombre fuerte que era, no se derrumbó, más bien su alma estaba tranquila. A sus 55 años, había llevado una vida serena y placentera: una infancia tranquila, una vida académica ejemplar, trabajando lo debido y nada más, cuidando de su salud con ejercicio y dieta. ¡Lástima que la vida a veces lance muertes horribles a gente buena! En fin.
La conciencia de Héctor estaba tranquila; no le debía nada a nadie, no tenía nada de lo cual disculparse, siempre expresó sus sentimientos al debido tiempo, amó lo debido y se marchó al tiempo justo. Sin embargo, lo único que lamentaría al morir era dejar de vivir su pasión, que eran los viajes alrededor del mundo.
París, Egipto, Australia, Ecuador, Héctor había visitado tantos lugares y vivido tantas aventuras lejos de su tierra natal, Canadá, de la cual amaba sus bosques y su gente. Pero en fin, la muerte le llegaría en cualquier momento y no visitaría Marruecos o Argentina, ¡era una lástima!
Cursaba el día 32 desde su pronóstico de un mes de vida, y los dolores ya eran más que insoportables, Héctor ya sentía su vida desvanecerse. Pero con la solemnidad que lo caracterizaba, él esperaba paciente la visita del ángel negro, sentado en su patio, bebiendo cerveza hasta que llegue.
Al día 35, lo mismo, esperaba paciente y sufriendo en silencio.
¡Entonces sucedió! Héctor sintió una huesuda mano posarse en su hombro. Suave, pero inminente. Un olor a lavanda mezclado con sangre llenó el ambiente cálido de su patio, acompañado de una niebla sutil y tenebrosa, pero con cierto encanto, como el que tiene una cama fea pero con un colchón confortable.
—Tu hora ha llegado, el ángel negro te visita. ¿Quién es el aún vivo con el que tengo el placer de hablar? —dijo una voz hueca y áspera, en un tono bastante formal y cansino, como si repitiera con desgano su parlamento memorista.
—Con Héctor, señora Muerte. ¿O quizás señor? Lo siento, no quisiera ser irrespetuoso con quien me llevará al olvido —respondió Héctor, sentado a un lado de la mesita de su patio.
—Tenemos un valiente aquí —dijo La Muerte, abandonando su tono de hastío—. Eres de los que me esperan.
—No te temo, he llevado una vida sin arrepentimientos —dijo Héctor, haciendo un gesto con los hombros, como resignado pero sonriente—, no tengo nada de qué quejarme. Bueno, excepto de no poder viajar más.
—Ni dos vidas le alcanzan a quien desea conocer el vasto mundo. Y si tu único lamento es no poder viajar, pareces estar listo para partir —dijo La Muerte, mientras agarraba un banco para sentarse al otro lado de la mesita redonda del patio de Héctor.
—Si no hay más remedio, sí. De todas formas este dolor no es buen compañero de viajes.
La Muerte chasqueó los dedos, y entre humos y un leve sonido de explosión, apareció un libro viejo, de esos cosidos y escritos a mano. La Muerte se puso sus lentes para leer, cosa rara, porque no tiene ojos, y dijo:
—El artículo 248 del libro de ‘Leyes y otras excepciones del Hades y Subsidiarias’ establece que un hombre sin arrepentimientos severos tiene la opción de retar al Ángel negro, o sea yo, a un duelo de ajedrez, con el fin de mantenerse en este mundo hasta que una eventualidad lo elimine de la faz del planeta —dijo La Muerte bajando con su mano sus lentes de lectura, como si no lo pudiera ver a través de ellos—. ¿Aceptas, Héctor Botero, el duelo de ajedrez apostando tu vida?
—¿Ajedrez? ¿En serio esas viejas historias son ciertas? Me parece muy pasado de moda, si me lo preguntas. ¿Acaso no puede ser una partida de póquer? ¡En eso soy muy bueno! ¡Si debo apostar mi vida, que sea como lo hacen los hombres: con naipes y whiskey en la mesa! —dijo Héctor, emocionado, poseído por el sentimiento de tener su última diversión en este mundo. Después de todo, luego de viajar, el póquer era su más grande pasión.
Sin embargo él sabía, por las leyendas, que La Muerte jamás había perdido una apuesta con un ser humano, por lo que ya se daba por muerto.
—Espera un minuto —dijo La Muerte mientras revisaba algo en el libro que estaba en la mesa—. Las leyes no impiden cambiar el juego para la apuesta del futuro fallecido, La Muerte debe estar versada en todo tipo de juegos y mañas, según el reglamento.
—¡Perfecto! —exclamó Héctor—. El ajedrez es demasiado complicado para mi gusto, prefiero el póquer, porque en él no sólo cuenta la habilidad, sino también una sana suerte.
Héctor, pidiendo permiso, se levantó a desempolvar un viejo cofre que estaba dentro de su casa. El cofre era un legado de su padre, un viejo tesoro familiar: los naipes del primer miembro de la familia que había emigrado a Canadá, junto con una botella de whiskey de los años 1800.
Héctor pensó que si iba a morir en una partida de póquer debía ser con reliquias, como para darle glamour a su partida.
Héctor volvió a la mesa, y sirvió una pequeña copa de whiskey para La Muerte y otra para él.
—¡Vaya, los naipes de tu antepasado! ¡Y el whiskey de tu tatarabuelo! —dijo La Muerte—. Recuerdo haberlos vencido a ambos en tres manos. Buenas personas, sus almas eran suaves y reconfortantes.
—¡A jugar! —dijo Héctor, muy emocionado de enterarse de que era casi tradición familiar el morir jugando con La Muerte.
Héctor no se había dado cuenta, porque nunca había usado los naipes que le heredaron, pero mientras barajaba, una frase se escribía sola en los naipes: “La tercera es la vencida en la familia Botero.” También, por un instante, parecía que todos los miembros varones de la familia de Héctor estuvieran viendo la partida de naipes, desde dentro de la botella de whiskey.
Héctor empezó a repartir las cartas. Pactaron, como se enteró conversando con La Muerte, tal como era tradición en la familia: 5 naipes, sin cambios, a 3 reparticiones (3 manos), el que gane dos de tres se declaraba ganador. Era la modalidad Botero, La Muerte la conocía bien.
Primera mano:
Héctor.- par de ases, de corazones.
La Muerte.- par de 3, de espadas.
Ganó Héctor.
Se barajó y se repartió de nuevo.
Segunda mano:
Héctor.- Escalera de color de 7 a J, de corazones.
La Muerte.- Escalera de color de 7 a J, de tréboles.
Empate.
La Muerte sudaba ectoplasma, jamás había perdido ante un mortal. No debía, el castigo era temible si se le otorgaba la vida a un mortal ya habiéndole llegado su hora. Hay que superar que el libro de ‘Leyes y otras excepciones del Hades y Subsidiarias’ contenía muchos parapetos formales que, en la práctica, no se podían cumplir, o que era misión de La Muerte no dejar que se cumplan. Y el de la apuesta por la vida de alguien era uno de esos casos.
Se barajó y se repartió de nuevo.
Héctor estaba disfrutando mucho de la partida, reía mientras barajaba. Bebió un trago y sintió una fuerza antigua fluyendo por su garganta. Él sentía sólo un burbujeo en su boca, sin saber que eran, en realidad, gritos de aliento de todos sus antepasados diciendo: “¡La tercera es la vencida para la familia Botero!”
Y es que sólo a su antepasado, el primer Botero en Canadá, y a su tatarabuelo se les concedió la apuesta por su vida. Ambos, luego de su duelo contra La Muerte, dejaron algo de su alma; el uno en los naipes y el otro en el whiskey.
La multitud dentro de la vieja botella esperaba la mano final.
Tercera mano:
Héctor.- Escalera real de corazones.
La Muerte.- nada.
Héctor ganaba…la botella de whiskey explotó por la algarabía de sus habitantes espirituales. Héctor se alegró… hasta que el dolor le quitó la sonrisa.
—Veo que has ganado, sí, una vida extendida de dolor y sufrimiento —dijo La Muerte, en tono de negociación forzada. No podía permitirse dejarlo vivo, pero tampoco podía matarlo, puesto que había ganado la apuesta.
—Sí, gané— respondió un desanimado Héctor.
—Te ofrezco un trato —dijo La Muerte, en un tono por demás sosprechoso—. Es la primera vez que un mortal me gana y es malo para mi reputación.
La Muerte ocultaba el hecho de que recibiría un castigo si los supervisores del Hades descubrían a un mortal de hora expirada vagando por allí, decirlo era malo para su posición negociadora.
—Adelante, escucho —dijo Héctor educado y nervioso.
Una cosa era imaginar la vida luego de la muerte y otra era negociar con ella, y no saber qué demonios te espera.
—Te ofrezco tu vida, ya que la ganaste. Pero a cambio de que vivas donde yo te exija, te curaré del cáncer que te aqueja.
Oferta interesante. Héctor no podía negarse, el dolor era un martirio. Pero la exigencia de La Muerte tenía tono de exilio.
—¿Dónde viviré? —inquirió Héctor.
—En las montañas, en ‘La mansión de los expirados’, que en este caso eres tú solo —dijo La Muerte, ya sintiéndose casi libre de su potencial castigo—. Allí tendrás comodidades, placeres a tu antojo y, por supuesto, tu vida con salud, dada por mí.
—¡Acepto! —dijo Héctor, bastante resignado.
—¡Qué así sea! —dijo La Muerte mientras chasqueaba sus dedos , haciendo aparecer un remolino de niebla que los transportó a ambos a la susodicha mansión.
La promesa de La Muerte se cumplió al pie de la letra, y así pasaron los años. La mansión lo tenía todo: comida, entretenimiento, mujeres complacientes que iban ocasionalmente, libros. ¡Todo lo que un hombre común pudiese desear!
La mansión lo tenía todo, excepto libertad.
Muchas personas hubieran pasado una eternidad feliz allí, pero Héctor no. Él extrañaba sus viajes y aventuras. Para él, el encierro era un tormento que, con el paso de los años, le dolía más que el cáncer que anteriormente lo aquejaba.
—Volví otra vez —dijo La Muerte, con el tono de costumbre típico de un esposo al llegar a casa luego del trabajo.
—¡Buenas noches! —dijo Héctor, educado como siempre.
Esa noche no era como las típicas de los últimos 80 años. Héctor no preparó la sala para la función de teatro de la mansión, ni había bebidas para La Muerte al llegar. ¡No!
Esa noche Héctor esperó a La Muerte con naipes y con algo que decirle.
—¡Quiero apostar mi vida de nuevo! —dijo Héctor, desafiante, rudo y decidido, como quien pide algo de manera que no se puede rechazar.
—¡Acepto! —dijo La Muerte, honorable. Quería revancha contra el contrincante que logró vencerlo.
—Apostemos todo a una sola mano. Si gano, sigo con vida. Si pierdo, moriré —dijo Héctor, poseído por un hastío incontrolable a causa de su encierro.
—¡Adelante! —dijo La Muerte, feliz de poder jugar con Héctor, que había llegado a formar parte de su vida cotidiana.
Se barajó y se repartió.
La Muerte sacó su mano: póquer de ases.
Héctor presentó un par de 2.
La Muerte no celebró. Más bien se sentía indignada. Golpeó la mano de Héctor y vió que bajo las mangas tenía una escalera real, que era su verdadera mano. Héctor había hecho trampa en su propia contra, se dejó ganar.
—¡Yo no acepto una victoria vacía! —dijo La Muerte enfatizando la palabra ‘vacía’ .
—¡Tú no me entiendes! —dijo Héctor, agachando la cabeza—. Esto no es vida para mí. Un hombre sin arrepentimientos, como yo, no goza de placeres vacíos, ¡esto es el infierno! Si no me dejas ganar, es porque no me quieres ver morir. ¿Te deleitas en mi exilio? ¿Me castigas por haber ganado mi vida?
—¡No seas estúpido, Héctor! —dijo La Muerte, en tono de tristeza—. Es sólo que hasta La Muerte necesita un amigo.
Héctor bajó toda su guardia. Sabía que le tocaba sacar su carta ganadora.
—Ahora yo te propongo algo —dijo Héctor, en un tono interesante—. ¿Sabes? Te envidio. A pesar de que viajas para segar vidas por doquier, al menos viajas eternamente. ¡Quiero reemplazarte!
—Amigo —era la primera vez que La Muerte pronunciaba esa palabra sintiéndola realmente—, sabes muy bien que no puedo hacer eso. Si descubren que te tengo vivo, el castigo será fulminante. Además, no sabes lo terrible que es sentir, día tras día, como mis manos estrangulan a mujeres, niños y ancianos. Todo porque llega la condenada hora de cada cual.
La Muerte sentía un profundo pesar, no por acabar con las vidas, porque eso no dependía de él, sino por el hecho de sentir con sus propias manos la extinción de cada vida. Eso le causaba asco más que nada. Era un cáncer también, pero en su alma.
—Entonces te propongo otra cosa —dijo Héctor, con algo de nervios.
—Dímelo, Héctor.
—Haré que no vuelvas a tocar a un futuro fallecido.
Héctor chasqueó los dedos y, pronunciando un hechizo en quién sabe cuál lengua muerta, hizo algo que sorprendió a La mismísima Muerte: ¡Héctor se convirtió en una refulgente y filosa guadaña!
—Ahora no deberás acabar las vidas con tus manos, podrás segarlas, como al trigo en el campo —dijo Héctor, esperando que su mejor amigo lo tome y lo utilice como lo que en ese momento ya era: una herramienta de trabajo.
—Héctor, ¿dónde aprendiste semejante nigromancia? —dijo La Muerte, con sorpresa.
—Estuviste muy ocupado llevándote judíos en Alemania por esa época. Sé que los querías liberar del dolor, como lo hiciste conmigo. Pero sé que tus manos debían tocarlos, una y otra vez —dijo Héctor—. Sé también que no se te permite usar armas humanas en tu labor, así que devoré tu biblioteca y aprendí que se te permite usar un arma forjada de tu propia alma.
La Muerte tenía sus ojos desorbitados por la sorpresa, o bueno, los hubiera tenido así, si tuviese ojos. Héctor continuó:
—Al sellar una amistad conmigo y liberarme del dolor, dejaste parte de tu alma en mí. Por tanto, el arma que soy ahora es parte de ti, ¡está permitido!
—Sin duda estos 80 años no han pasado en vano, amigo —dijo La Muerte llorando realmente, como si tuviese ojos.
—Ahora llévame a tus viajes —pidió Héctor, con una sonrisa de complicidad—, detesto estar encerrado.
Un milagro, cuando alguien se salva de morir, es una negligencia en el mundo del Hades. Pero está permitido si La Muerte está de buen humor, cosa que nunca hubiera pasado con la solitaria y arrepentida Muerte que estrangulaba a quien le llegaba la hora.
Desde que la guadaña Héctor Botero acompaña a La Muerte, hay milagros por doquier. ¡Ah!, y desde entonces La Muerte jamás ha perdido una apuesta, ni siquiera en el póquer.
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