Para G. B. con todo mi amor
Los términos del tiempo y del espacio me son desconocidos. Así, como mi propia suerte y de quienes me rodean. Quisiera empezar esta historia o simple cuento, como comienzan todos los cuentos, con un: “Érase una vez, en un reino mágico…”, pero no, mi historia es otra, una escalofriante y horrorosa.
٭٭٭
Todos los carteles de la ciudad anunciaban, 500 Años de la Primogénita del Continente. Las calles abarrotadas, de gente ebria de alegría y de otras sustancias. Los niños se perdían entre la buhonería, y sus madres gritaban como locas al camión de las cornetas, justo frente a ellas ¡Viva Cumaná! Mientras movían sus caderas al ritmo de la pegajosa música. Los stands llenos de gente lujuriosa, deseosas de verlo y comprarlo todo. Dejándonos arrastrar por la muchedumbre, avanzamos hasta la calle Sucre. Fue allí, donde Gisela vio el lugar por primera, y quizás única vez. Una especie de tarantín mal armado, con motivos indígenas: flechas, plumas y cosas con piel de animales. Dentro, oscuro. Una tenue luz de vela roja, en el centro, medio iluminaba el rostro agrietado de una anciana de rasgos mongoloides. Gisela se adentró y con risa estúpida preguntó:
- Y… ¿Qué venden aquí?
- El futuro- susurró la anciana.
En la entrada, escuchaba a duras penas la conversación. Separados del grupo, quedamos Gisela y yo. Ella, intelectual fracasada, más o menos bonita, estudiante de arte o algo así. Y yo, un bueno para nada, que no pasaba del quinto semestre de ninguna carrera en especial. La respuesta de la vieja mereció un ¡ah!, simple, absurdo. ¿Y qué futuro es ese?, pregunté.
٭٭٭
- No, no, no, Roberto... Te digo que no, ¡eso es una locura!
- Créelo, para mí también es difícil de asimilar. Pero quizás… Y, ¿si tiene razón?... Estamos perdidos, ¡perdidos!... Gisela, yo…
- ¡Calla!
La plaza Bolívar, a las tres de la madrugada, estaba solitaria. El frío penetraba hasta los tuétanos. Era increíble que ya hubiesen pasado dos días del encuentro con la anciana. Pero su voz, aún retumbaba en mis oídos y la maldición me corroía el alma: Hace ya quinientos años de la destrucción de mi pueblo; del más débil por el más fuerte. Y sus voces lejanas, como de historia, como de cuentos han quedado. Sus tierras, sus cosechas, sus vidas, todo arrebatado. Pero, la sangre derramada clama justicia. Katukakore waju katu rehe ja jabata kaina ekotakore. Cuando la última historia se escriba, todos ustedes desaparecerán. Así que empieza a escribir tu historia, que será como la voz de los muertos. Y la risa extraña, funesta.
٭٭٭
Desde esa noche, en que la vieja pronunció aquellas palabras, ¡maldita sea! No habíamos tomado ningún reparo. Seguimos divirtiéndonos, disfrutando de nuestros quinientos años en el Nuevo Mundo, en la primera ciudad fundada. Las calles de Cumaná entre la música y los gritos festivos hacían sentir en casa a propios y extraños. Las mujeres disfrazadas de damas antañonas y de indiecitas. Un joven estático, en guayuco pintado de dorado hacía las veces de indio, y las muchachas esperando, que la brisa traicionera de la noche, dejase entrever el bóxer del pobre indio, para tomar una fotografía con sus móviles. Y nosotros, divirtiéndonos de lo lindo. En el grupo éramos, prácticamente, desconocidos. Salimos de la UDO emparrandaos, estudiantes de matemáticas, administración, castellano, biología, recursos humanos, así como estudiantes de la ULA y UCV. Al llegar al Casco Histórico de la ciudad nos encontramos con otro grupo, y entre tanta gente se redujo a unos pocos. Así conocí a Gisela y me pegué a ella lo más que pude. Lo demás no importaba. Pero, las señales estuvieron presentes todo el tiempo. En los papelitos con el título 1515-2015, con la programación de las actividades que durarían una semana. Lo vi de reojo: CONCURSO DE CUENTOS. Entre los anuncios de mini-tecas, teatro, strippers y demás. Así, como en los extraños comentarios de gente desaparecida. Pero, claro, a quién le importaba que uno y otro por allí no estuvieran.
En la mañana, acordamos vernos para la tarde y nos despedimos. A punto de cinco y media, me encontraba frente a la Casa Natal del poeta Andrés Eloy Blanco. Nuevamente, escuché los rumores, pero esta vez de gente conocida, desaparecida, y sin rastro de ellos. Todos ligados a las artes y a las letras. Del primero, el escritor Ruby Guerra, se decía que se esfumó, junto a un hotelucho de la calle Sucre, mientras hablaba de sus putas. Del segundo, el pintor Francisco Marval. Este, según, se fue profiriendo maldiciones, la mirada perdida, arrancado del suelo entre neblina, vapores etílicos y una felicidad orgásmica, la sonrisa maligna. Otros, como el cuentacuentos, Henry Guerra, se puso transparente, como imagen superpuesta de película vieja. Todos pensaron que era el montaje de uno de sus actos, hasta que su mujer preguntó por él. Así de simple, lo vieron desaparecer.
Me sobresaltó el saludo cantarín de Gisela, ¿y los otros?, dirigiendo la vista a todas partes. Contesté que nadie, que solo yo. Se tranquilizó, me tomó de la mano y empezamos a caminar hacia la mar de gente que iba al mismo lugar. Reímos, bailamos, comimos. Ya sentados en Santinés, le asomé algo sobre los rumores. Sorprendida, preguntaba, ¿qué quién era esa gente?, más sorprendido aún, le pregunté si de verdad no sabía. No me tomaba el pelo. Eso me extrañó. A los dos Guerra, ¡los conoce todo el mundo! Y fue cuando noté el espacio vacío donde debía estar el hotelucho, en diagonal a la iglesia, y en tanto más lo intentaba no recordaba su nombre. ¿Cómo se llamaba?, ¿se llamaba?, y, ¿desde cuándo no está allí? Si lo demolieron, ¿en qué momento? Mi extrañeza aumentaba al notar la calle El Alacrán. ¿Calle? Me sentí confundido. Miré hacia la casa del poeta Ramos Sucre y tampoco. Estaba el restaurant francés, mucho más grande.
De repente, sentí que me viraba, como decía mi abuela, cuando no reconocía los sitios en dónde había estado millones de veces, ¡hasta su propia casa! Comenzaba a asustarme. La muchacha me veía inquieto. Entonces, la tomé de la mano, arrastrándola hacia el Castillo, y ahí fue donde me dio la crisis, el susto de muerte. ¡No estaba!
Las palabras de la vieja vinieron a mí, como una melodía a medio recordar. ¡¡ ¿Qué carajo estaba pasando, Dios mío?!! Perdido, completamente perdido y aterrorizado. Era un mal chiste. Se lo recordé a Gisela, lo de la maldición, lo de la maldita anciana. Abrió los ojos, grandes y se rió. ¿De qué hablas, tontito?, ¿no estarás creyendo en esas estupideces?, porque yo no lo creo, aseveró con una hermosa sonrisa. Pruébamelo, retó coqueta.
٭٭٭
Y allí estábamos, los dos perplejos, asustados.
- No, Roberto, no puede ser.
- Es así, mujer, como te he dicho. Los poetas, los escritores… y los nuevos, Cabrera, Leopardi, la China Rojas, Marcy, Pino, Morey Lezama, Rivera, Aliendres, García, la otra Betancourt, y… ¡hasta el panita Willins!
Sí, el panita Willins, con quien tripeaba y nos fumábamos algo fuerte los sábados por la noche en… en… ¿dónde?... ¡Qué sé yo!, allí, donde fuera. ¿Es que todos escriben en esta maldita ciudad?, gritaba histérica Gisela. Y se acomodó en mi hombro y volvió a mirarme insólita, llorosa.
- ¡Es imposible, Dios!
- Ella lo dijo –susurré.
Empecé a llorar. Me besó. Me enderecé, el pensamiento, la idea fija. Debo participar, confesé. Es la única manera de comprobarlo. Así, sabré la verdad. Ella no quería desde hace rato. Pero participar en el concurso, era lo único que podía hacer. No había otra forma. Si lo contaba todo, si la contaba a ella, a la anciana indígena, quizás desaparecería y todo esto acabaría. Sí, esa era la única solución.
El frio cubría la plaza. El bullicio inicial, luego de tres días de fiesta, no era el mismo. Los más jóvenes llevábamos, ya con alguna dificultad, el trote de este ambiente festivo. Decidimos dar una vuelta para despabilarnos un poco. Parecía el propio turista en mi ciudad. Pero no me importó, lo había decidido. Busqué entre la gente a algún encargado de repartir los volantes alusivos a la fecha. Extendí la mano y tomé uno. Necesitaba revisar las bases del concurso y el plazo de recepción de los cuentos participantes. Sí, había que entregar el cuento, en la Biblioteca Pública, en un sobre tres ejemplares, con seudónimo; y en otro, los datos personales del autor. Simple, demasiado. Todos podían participar, sin restricción alguna relacionada a la extensión o tipo de letra. La temática: los 500 años de la Primogénita del Continente.
Mi mente procesaba lo acontecido hasta el momento. Tomamos un taxi hacia la residencia donde se quedaba Gisela. Solo allí, en el carro, me di cuenta de lo terrible de la situación. La ciudad estaba más pequeña. Donde antes había casas y edificios, estaba ocupado por pequeños cerros de una vegetación espesa y tupida. Desde el casco histórico hasta la orilla del río, todo había desaparecido. La ciudad se iba acortando. Terminaba allí, justo en el río. Suspiré hondo y rogué, por primera vez en mi vida, que el taxista acelerara hasta el fondo. Llegamos en quince minutos a Cumaná Segunda. Ya, en la casa, abracé a la muchacha cansada y decaída, recostándola en mi hombro. Sin embargo, no había tiempo que perder, había que sentarse a escribir antes de que todo desapareciera. Y mientras lo hacía, sentado en la mesa, con terror, no tenía la menor idea de cómo empezar.
٭٭٭
El sol entra débilmente por la ventana. Ya son las siete de mañana, me he vuelto a sentar para terminar esto de una vez por todas. Un poco antes, al asomarme para respirar un poco del aire matutino, encontré frente a mí, árboles frutales, y mucho monte y culebra. Estaban, prácticamente, pisándonos los talones. Pero debía esperar hasta las nueve de la mañana, pues era la hora pautada para recibir los sobres participantes. Grité, sí, grité, despertando a las muchachas. Que qué pasaba, preguntaba la voz adormilada de una mujer, y Gisela, tranquila, chica, no pasa nada, sigue durmiendo.
Entonces, escuché un grito. Lejano. Y luego, música con una cadencia conocida, pero a la vez no. Celebraban algo, allá en la tupida maleza. Humo. Murmullo de voces. ¿Risas infantiles? Y la música, sí, de fondo. Y corrí de nuevo a la sala. Lo comprendía, Dios, lo comprendía. Estaban de regreso. Como antaño, en sus tierras, en sus legítimas tierras, arrebatadas y vueltas a recuperar.
- Roberto, ¿qué es eso?- preguntaba Gisela.
- Son ellos – le respondí- Han vuelto.
Y el silencio entre los dos se hizo grande. Y maldije mi suerte. Un párrafo, tan solo un párrafo. Después de eso, llevaría el sobre y participaría en el concurso. Tenía la certeza, de que al entregarlo, sería lo último que haría. Que tendría la mano de Gisela entre las mías, que respiraría por última vez.
Y en esta aflicción, te escribo, sí, te escribo. Y no solo eso, sino que te maldigo, a ti que lees esto. ¡Maldito seas! Tú, seas hombre o mujer, viejo o niño. Serás, así como lo seré yo, una voz fantasmal. Olvido. Esta es mi maldición: volverás a ser olvido cuando tu pueblo lea mi relato. Porque, si escribimos, entonces ustedes nos leerán. Sí, cuando leas la última frase de esta historia, volveremos. Entonces, sabrás lo que es la desesperación y el horror.
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