El amor es uno de los aspectos de Dios con el que más lo identificamos y, por supuesto, con el que la mayor parte de los autores metafísicos hacen mención en sus obras. No obstante la belleza, siendo otro de sus aspectos insoslayables, ha sido omitida entre sus características intrínsecas por la mayoría de los estudiosos de esta materia.
Todos hemos oído hablar del amor de Dios hacia los seres humanos y al resto de la creación, y los textos que se refieren al respecto son innumerables. A primera vista es natural entender que se trata de un sentimiento que nace en nosotros y lo proyectamos hacia otro ser, y tiene mucho de cierto si consideramos al amor como un ”bien intangible” que ni se compra ni se vende, pero que para poder entregarlo primero debemos poseerlo, o sea, si no sentimos amor hacia nosotros mismos sencillamente no tenemos amor para dar.
Paradoja del amor y el amador
Del párrafo anterior podemos dilucidar que debe existir una relación entre dos identidades, el ser que ama y el ser amado, pudiéndose presentar variantes como la del que se ama a sí mismo, en cuyo caso el amador y el amado son el mismo individuo, como el caso del amor recíproco en donde el amador es también amado por el ser que ama. Todo este entramado de relaciones amorosas resulta ser más sencillo en la práctica que exponerlo en un marco teórico, porque desde que la humanidad hace uso de su razón convive con este sentimiento que nos entrelaza en toda una tipología de amoríos como podrían ser el amor a Dios, el amor de madre, de padre, de pareja, de amigo, amor a lo material y pare usted de contar.
La doctrina teolista desde su perspectiva holista simplifica este conglomerado tipológico en un solo amor: el amor es Dios. Así como parece complicado aceptar que la creación es el mismo creador, resulta paradójico que el mismo que ama, es decir el creador de amor, sea el amor en sí mismo, según como nos hemos acostumbrado a establecer nuestras relaciones amorosas. Vivimos inmersos en el amor así como vivimos inmersos en la vida, ya que ambos son Dios visto desde aspectos diferentes.
Haciendo uso de nuestro libre albedrío podemos polarizar el aura amorosa que nos rodea y que llevamos por dentro, envolviéndonos de esta forma en un aura negativa que genera nuestros sentimientos más oscuros. Debemos mantener siempre presente que el amor es el estado natural en que nos desempeñamos los hijos de Dios, ya que Él nos envuelve en su aura, o sea, en sí mismo como amor que es hecho sustancia.
También debemos considerar que el amor, así como el resto de los aspectos de Dios, posee diversos niveles de complejidad o evolución. Cuando en la vida cotidiana nos referimos a un tipo de amor, tal como en párrafos anteriores menciono que el amor de madre se diferencia al amor de pareja, por dar un ejemplo, no se trata de amores que difieren en su esencia o naturaleza sino del nivel de amor a que corresponde según el grado de evolución del ser que lo proyecta. Muchas personas alegan que no existe amor más puro que el que una madre siente por sus hijos, pero en realidad éste se limita a ungir a un pequeño grupo de personas, mientras que Jesús de Nazaret logró amar a toda la humanidad; dicho con sus propias palabras ”ama a tu prójimo como te amas a ti mismo” nos da testimonio que cuando lleguemos a tan elevada amplitud de amar habremos alcanzado nuestro mayor nivel de evolución.
Acerca de la belleza de Dios
La belleza es un don de los que muchos han hablado y pocos han calificado como uno de los aspectos de Dios. Gracias a nuestro avanzado grado de evolución solo los seres humanos podemos contemplar la belleza en un sinfín de cosas, tales como un rostro, un paisaje o una obra de arte. La doctrina teolista considera la belleza como uno de los aspectos de Dios, ya que ésta se encuentra en todo y Dios es el todo; para ciertas personas algunas cosas son bellas mientras que para otras quizás no lo sean, pero si sumamos la belleza que todos los seres humanos que poblamos la Tierra podemos encontrar en las cosas, nos daremos cuenta que la belleza está en todas partes, y en la medida en que más evolucionado seamos espiritualmente la belleza que encontramos en el mundo se magnifica y se hace más universal.
La vida es bella y el mundo donde vivimos lo será siempre que no perdamos la perspectiva de lo importante que es vivir, considerando lo efímera que es la existencia terrenal, la cual algún día abandonaremos. Vivir contemplando la belleza es mantener a Dios presente en nuestro corazón y pensamiento, y resulta ser un excelente ejercicio para desarrollar nuestro estado de evolución espiritual y hacer más agradable nuestra estadía en este mundo.
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