Las historias transcurren en silencio y en aparente normalidad, como la de E., una mujer de 27 años de edad, periodista de formación. Junto a su marido, viajó en 2017 desde Caracas a Boa Vista, la capital de Roraima, huyendo de la crisis económica.
Con estudios universitarios, residencia temporal y documentación al día, E. consiguió en enero empleo en un restaurante. Contratada por un salario mínimo, fue informada de que sólo recibiría las propinas. Dos meses después ni eso ha cobrado. Trabaja apenas por comida.
"No quiero denunciarlos, por lo menos ahora estoy comiendo. Ojalá me pagaran también", dice E. que vive con cuatro familiares en un anexo.
"Hay mucha vulnerabilidad en esa ola migratoria, especialmente por la inseguridad alimenticia", explica Cleyton Abreu, coordinador del Servicio Jesuita a Migrantes y Refugiados en Boa Vista.
Informes de instancias internacionales revelan casos de acoso y violencia sexual en el ambiente de trabajo, violencia física y verbal, condiciones de trabajo análogas a la esclavitud, explotación sexual e indicio de tráfico de personas.
Así como E., otros venezolanos en Boa Vista están insatisfechos con las condiciones pero aceptan impulsados por la necesidad.
José Santaella, de 58 años de edad, pedía trabajo en una esquina céntrica de la ciudad cuando una camioneta se detuvo a ofrecerle empleo en una hacienda.
La promesa inicial era de 600 reales (unos 190 dólares) por jornadas de sol a sol. Al cabo del primer mes, le fue descontada una quinta parte para pagar su alimentación, compuesta básicamente de "frijoles, cuscús y huesos".
Santaella consiguió huir y regresó a Boa Vista, donde divide un cuarto con su hija y diez personas. ¿Volvería a ir a una hacienda? "Si me garantizan el pago sí, necesito ayudar a la familia en Venezuela y aquí no hay trabajo ¿qué más puedo hacer?