Las casas han perdido su brillo, el óxido ha corroído los metales, las gentes casi toda se han marchado huyendo al hambre y a la falta de oportunidades: solo quedan viejos pobres que ya solo esperan los últimos días para partir al infinito y algunos jóvenes que sueñan con encontrar fortuna en las minas del norte o quizás un empleo en Manaos.
Esta es “Fordlandia” otrora un paraíso en medio de la selva, que el millonario Henry Ford construyó en el Amazonas, seguro que se iba a hacer más rico de lo que era , aprovechando las facilidades que le daba el gobierno brasileño de ese entonces. Pero su prepotencia hizo que las plantaciones de caucho no florecieran, víctimas de las pestes de los bichos de la selva, pues él desoyó los consejos de los expertos que aconsejaban plantar entre espacios más amplios para evitar las plagas. Luego fue la malaria, el final de la guerra y que los precios más bajos del caucho que cultivaban en las ex colonias los que llevaron a que el señor Ford decidiera devolver las tierras al estado brasilero. A los burócratas de la capital le importó poco aquel rincón olvidado de Dios en medio de la selva. Y Fordlandia fue muriendo, hasta condenarse al olvido. Me hice viejo, desmemoriado y enfermo hasta que me llegó el día una tarde de junio.
Lo único que me duele es que olvidé mi nombre; mi esposa se fue primero, todos mis amigos la siguieron después; cuando llegó mi turno, la parca no supo dónde ubicarme y pasó de largo, buscando a otro viejo desahuciado para no perder el viaje. Por eso me ven en las noches calurosas recorrer las solitarias calles de Fordlandia buscando entre lamentos una tumba sin nombre.
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