Con su sombrero desgastado en una mano y el lazo en la otra, se veía como alguien que había vivido una vida llena de historias. San Pedro, con su habitual porte solemne y su lista en mano, lo miró con curiosidad.
—¿Alguna vez has hecho algo de mérito particular durante tu vida? —preguntó San Pedro, con tono amable pero inquisitivo.
El vaquero, frotándose el mentón mientras recordaba, respondió con una ligera sonrisa:
—Bueno, creo que sí. Hay algo que hice que tal vez cuente.
San Pedro se acomodó en su silla, interesado en lo que el vaquero tenía para contar.
—Todo sucedió durante un viaje a las Colinas Negras, en Dakota del Sur —comenzó el vaquero, mientras su mirada se perdía en el horizonte como si reviviera la escena—. Era un día caluroso, y el polvo se levantaba con cada paso de mi caballo. Me dirigía a un pequeño pueblo cuando, de repente, escuché gritos. Al acercarme, vi a una banda de motociclistas rodeando a una joven. Parecían borrachos y estaban molestándola de forma que no tenía ni una pizca de decencia. Ella estaba aterrorizada, con lágrimas en los ojos, mientras trataba de alejarse.
San Pedro, intrigado, inclinó la cabeza hacia adelante, escuchando con atención.
—¿Y qué hiciste? —preguntó.
El vaquero ajustó su sombrero y continuó:
—No podía quedarme ahí sin hacer nada. Así que desmonté de mi caballo y me acerqué a ellos. Primero intenté razonar con ellos. Les dije: "Dejen en paz a la señorita. Esto no está bien". Pero ellos solo se rieron en mi cara, y uno de ellos, un tipo enorme con una barba que le llegaba hasta el pecho y un chaleco lleno de parches, se adelantó y dijo: "¿Y tú quién diablos eres para decirnos qué hacer?".
San Pedro levantó una ceja, impresionado.
—¿Y qué pasó después?
—Bueno —dijo el vaquero, con una chispa de orgullo en sus ojos—, decidí que las palabras no serían suficientes. Me acerqué al más grande de ellos, ese tipo que parecía el líder, y sin pensarlo dos veces, ¡le di un puñetazo directo en la cara! Lo tomé por sorpresa. Mientras él tambaleaba, pateé su moto, una Harley brillante que parecía su mayor tesoro, y la tiré al suelo. Luego, con un movimiento rápido, le arranqué el aro de la nariz y lo tiré al polvo. Miré al resto de la banda, que ahora estaba en shock, y les grité: "¡Si no dejan a la chica en paz, les va a pasar lo mismo a todos ustedes!"
San Pedro abrió los ojos de par en par, visiblemente impresionado por la valentía del vaquero.
—Eso suena increíblemente valiente —dijo San Pedro, con una mezcla de asombro y respeto—. ¿Cuándo sucedió todo esto?
El vaquero, ahora con una expresión un poco más seria, respondió:
—Hace un par de minutos.