“¡Armando! Armando, despiértese, pues.” Escucho decir a Consuelo con el tono tan característico de aquella mujer cincuentona, de hablar acelerado. Treinta años ya han pasado desde la última vez que le escuché, y debo confesar que me sobresaltó que justo esa voz viniese a despertarme hoy.
“¿Ahora dónde encontraremos a alguien como Consuelito, chico?” Ahora la voz apesadumbrada es la de mamá. Recuerdo con asombrosa claridad los altibajos de su hablar tembloroso, mientras que caminaba de un lado a otro de la sala produciendo siluetas que bailaban. Apenas tenía ocho años cuando Consuelo murió, por eso es tan extraño que su voz viniese a despertarme hoy.
“Párese, Armandito ¡Abra los ojos, vamos!” de nuevo la voz rasposa, pero cálida, de aquella mujer de piel negra y brillante como la caoba. Pero aún no quiero abrir los ojos. Sé que de igual manera no tiene sentido hacerlo; así que prefiero quedarme tranquilo, sumido en la vasta oscuridad que enfría cualquier pensamiento, como un paño que alivia el dolor mental que deja tantas horas de solo pensar. La voz de Consuelito sigue insistiendo, dulce y fuerte. Con un suspiro obedezco, sabiendo lo que voy a encontrar.
Nada. Así de simple: absolutamente nada. La negrura en la que me refugiaba detrás de mis párpados no se compara con aquello. No sé cuántas veces he sentido este vacío en el estómago, ni cuánto tiempo he pasado en una oscuridad o en otra. Eso, el tiempo, es algo que ya quedó en el olvido y ni siquiera puedo recordar cuándo.
“¿Armando?”, la voz de Sofía hizo eco en aquella oscuridad. Puedo recordar su rostro; cómo mi dedo pulgar había dibujado cada uno de sus gestos tantas veces; su cara soñolienta, su sonrisa amplia y sus dedos helados. “Ay, Armando.” Dijo antes de dejarme sumido en el silencio.
¿Cuántas veces había oído ese tono condescendiente en su voz? Ella sabía cuánto lo odiaba. Sus aires de superioridad moral siempre habían sido el talón de Aquiles de nuestra relación. Si quisiera podría contar cuántas veces había hecho hervir mi sangre con solo cambiar la melodía de su voz. Había, sabía… ¡Vaya! ¿Cuándo comencé a pensar en Sofía como un recuerdo? Y sigo preguntándome cuándo aquello o cuándo esto. Suspiro y siento cómo el calor de mi aliento se apodera de mi nariz, de mis labios y del fino bigote que aparece de vez en cuando. Ese que tanto molestaba a Sofía.
Un murmullo de voces ininteligible parece cercano. Vibran como un avispero y casi puedo sentirlas aguijoneándome. Aparecen de vez en cuando, cuando tengo los ojos abiertos, pero justo ahora solo puedo pensar en Sofía; en cómo su voz cantarina recorre mi cabeza con cada nota, cada vibración de cada palabra. Me hace sonreír y jamás podría negarlo. Sonrío cada vez que se sonroja, cada vez que arruga la nariz y cuando bate las pestañas con lentitud, sin notarlo.
“¡Sofi, posa!” y el click de mi cámara instantánea atravesando el ruido de cualquier calle. ¡Posa! Y su risa desprevenida; ¡Posa! Y su mirada de desasosiego porque el fino hilo de pensamientos que la alejaba de mí se rompía por un instante. Amaba fotografiarla casi tanto como ella decía amarme. Amaba congelarla en el tiempo y hacer eterna esa sonrisa improvisada y sincera, o esos ojos llorosos y pensativos. A veces lloraba, como si sus pensamientos se convirtieran en un tobogán a un lugar oscuro que nunca entendí hasta ahora, y yo lloraba con ella, pero sin que lo notara. ¿Cómo podía hacerla feliz? ¿Cómo podía ella hacer lo mismo por mí?
La imagen de la última fotografía que le tomé se fue desdibujando un poco, pero seguía tatuada en mi retina, como un regalo divino… O quizás un castigo. Su cabello oscuro iluminado por la luz de la calle que entraba por la ventana, su mirada fija en los carros que transitaban por la avenida, desprevenidos y sin saber que los miraban los ojos de la melancolía encarnada en mi querida Sofía. Ni siquiera el click del obturador la sacó de sus ensoñaciones esa vez. Se sentía presa y lo sabía, casi tanto como yo soy presa ahora de la oscuridad que se apoderó de todos los rincones y a la cual la vista no le ve fin, pero que igual siento agazapada, esperando el momento de devorarme finalmente.
“Armando, por favor”, dice de nuevo junto a mi oído. Sé que es ella aunque no pueda verla y casi puedo oler su perfume, pero no puedo girarme. Abro los ojos hasta que casi saltan de sus cuencas y lágrimas empiezas a correr por mis mejillas hasta mi boca. Las saboreo y mi respiración, agitada por unos instantes, se acompasa de a poco, mientras que el sabor salado desaparece de mi lengua. Escucho risas; sonidos crueles que se burlan de mi dolor, que se mofan del desgarro sangriento que me produce no poder ver a mi Sofía. La extraño, muy dentro.
Intento quedarme quieto, relajarme y entregarme a mis recuerdos. Pero, por más que intento alcanzarlos, se resbalan de mi alcance y se van entre mis dedos como agua corriente. No. Como un tifón que destroza todo a su paso. Una consecución de imágenes, dulces y sangrientas, suaves e hirientes. Allí no está Consuelo, la nana que, con su voz ronca, me despertaba cada mañana; tampoco está mi madre, con sus cabellos finos y blanquecinos que recuerdo de sus últimos días. No. Sólo está Sofía. ¿Por qué? Le pregunto a su retrato. ¿Por qué te empeñas en destrozarme como un tifón a un pequeño barquichuelo? ¿Acaso no te he dado suficiente? ¿Acaso todo no basta? Pero no hay respuesta. Solo ese instante y su sonrisa congelada para siempre en mi memoria. Entonces entiendo.
Jamás obtendré una respuesta, porque la pregunta jamás salió de mis labios; pero sé que ella solo es un espejo que refleja lo que yo mismo le enseño, que hace el mismo daño que recibe y que sólo multiplica la luz, que es poca. Entiendo que yo le hice el mismo daño amándola, y que mi amor era una pantomima. No era amor, y ella lo sabía. Yo la quería para mí y en mi arrogancia no vi que la tenía. Estaba en mis manos; entera, desnuda e inocente, como un bebé segundos antes de anunciarse al mundo con un grito. Yo no di todo y ahora lo sé, porque no me entregué como ella.
Este pensamiento me hiere y sin notarlo lloro y gimoteo como un niño. Las risas cada vez son más ruidosas e invaden cada parte de la oscuridad, que siento como mi propia mente. Ya no sé si mis ojos están abiertos o cerrados. Tampoco me importa. Solo sé que hace calor, que todas mis articulaciones están fijas y adoloridas, y que me siento asfixiado.
Así se sintió ella, me escucho pensar y río. No, no, no. Nadie sabe cómo se sintió, mucho menos yo. “Armando solo sabe cómo se sintió él, como siempre.” Las voces de mi mente también se mofan, pero tienen razón.
Ya recuerdo cada detalle con precisión y la imagen de Sofía, que estaba fija detrás de mis ojos, comienza a cambiar. Sus ojos, fijos en las luces de la calle, ahora me miran con súplica; su piel blanca como la leche ahora está enrojecida y su gesto es desesperado. ¿Por qué tu cabello está despeinado, Sofía? Y la imagen se mueve lentamente. Puedo ver sus ojos exhaltados y llorosos, su nariz inflada y el miedo reflejado en el labio inferior tembloroso. Ese que tantas veces y de mil maneras había besado. ¿Qué te asusta, Sofía? Y siento sus dedos helados presionando mis muñecas, mientras que sus uñas, cuidadas a la perfección, intentan arañar mi piel. Solo quiero que me entiendas, Sofía. Pero no lo hace. Tampoco yo entendí hasta ahora, incluso cuando todos los signos estaban allí, en fila, uno por uno esperando a ser interpretado y así ayudar a la interpretación del subsiguiente.
¿Me amas? Sí, pero no sé cómo. ¿Me tienes? Sí, pero no sé cuánto. ¿Me cuidas? No, pero no sé porqué.
Ahora es tarde, porque, aún en la oscuridad, puedo ver cómo mis manos rodean tu fino cuello, Sofía; siento el pulso en tu garganta y eso hace que quiera apretarte más. Como si eso fuese a ayudarme a no tener que compartir tu espíritu, a hacerte absolutamente mía. Y lloro.
Lloro ahora como lloré cuando te tuve entre mis brazos, sin vida. Lloro ahora como lo hacía a tu lado cada vez que tú llorabas, sumida en tus pesares. Lloro desolado, arrepentido y sin un ápice de vergüenza, porque te lloro a ti. No lo hago por mi destino, que ya para mí no es incierto, porque espero reunirme pronto contigo. Solo falta que el verdugo baje la palanca y me saque de esta oscuridad.
woao! maravilloso... lo leí todo... llorar es bueno, pero vivir también, a veces lo mejor es ver lo que esta detrás del verdugo y saber que hay mas esperanza de la que la oscuridad nos permite ver.
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<3 Este es un corazón, o un helado, tu eliges .
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