Royendo por dentro sus entrañas bebe a dentelladas su amargura. Se zambulle cabizbajo en su desierto artero, su yermo prado, su estéril credo... frío, envenenado. En su estanco espacio solitario, su espíritu sumerge en la angustia por el lucro miserable. Arrastra sus cadenas con fruición, con religiosa adoración, su funesto herrumbre atávico... desde que en la patética escena de su mundo retorcido apareció el mítico, el ancestral, el todopoderoso Leviathan... transmutándolo todo sin clemencia. Se ignora, por cuál infausto accidente proverbial de metonimia, se fue acostumbrando, lentamente, al inútil e incómodo peso de su lastre, que en su Vía Crucis acarrea desde el más remoto de los tiempos, y en razón de qué maléfico conjuro, percibe, cual armonía celestial de las esferas, el desagradable y patético ruido quejumbroso del infausto arrastrar de sus cadenas. Desprevenido, aturdido, insensato, y amorfo. Estático, inmóvil e impotente intenta en vano abrir de par en par el instante sagrado del el sino eterno... y con la garganta desgarrada lanza terribles alaridos en su tránsito fugaz, atrapado por sus vínculos cósicos; y mientras con su escueto tiempo fracturado, invisible, superfluo e incoherente vegeta en su caos, esclavo de la cosa que nombra al nombrarla. Entre cuatro paredes la ancestral miseria, el concepto pétreo, inveterado. Cual objeto destartalado e impenitente y un desierto devorando sus entrañas, viaja cual pena sin destino con su lastre medieval por equipaje... disociado.
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