Su mirada era tan intensa que podía hacerme sentir que me devoraba lentamente como un caníbal que disfrutaba el sabor de cada pedazo de mi carne.
Sus manos gruesas y pulcras me inquietaban aún más que su respiración agitada. Yo tiritaba en sus brazos y él, en su metamorfosis, me deseaba con locura.
Aunque era un completo desconocido para mi: un antropófago sediento, audaz y naturalmente prohibido yo lo deseaba con locura, deseaba dejarme desposeer por su salvajismo.
Él quería alimentarse de mí y yo también lo deseaba fervientemente. Quería que cada pedazo desapareciera entre su boca y sus dientes.
¡Y morí!