Vivir las penas, los miedos, los pellizcos de las monjas de la escuela para corregir lo incorregible.
Vivir los raspones en las rodillas, la cicatriz de la barbilla, mi primera bicicleta.
Viviría incluso el dolor de cada una de mis muelas y el dolor de la gastritis que me recuerdan que no soy de acero.
Viviría las carencias, el desapego, la incertidumbre del día siguiente, las malas decisiones que no llevan a nada, cada segundo, cada instante.
Viviría cada golpe, cada fracaso, cada caída, cada logro, cada respiro, esos que te hacen fuerte, esos que elevan el autoestima, esos que te hacen creer en Dios, esos que te enseñan que el amor es complicado.
Viviría cosas buenas y malas, pero ahora aceptando su existencia.
Sin fotos bajo llaves, sin experiencias escondidas, sin camas prohibidas, sin sueños pendientes, con amores que vuelan, con manos desnudas, con el alma sin grillete, para sentirme más liviano.
Viviría siendo más sincero y mencionar lo que no está dicho, solo dejando algo para mí, y para el baúl de los secretos que por obligación cada mortal debe guardar para sí. Esos son míos, los otro los liberaría.
No sería el mismo, pero valdría la pena volver a vivir.
