Especulaba aquél gran filósofo griego que fue Platón –el mismo que nos legó en su Timeo el maravilloso mito de la Atlántida- con ese momento tan esencialmente especial en el que la aurora y el sol están a punto de encontrarse, considerándolo como el momento más idóneo del día para meditar y tomar decisiones, definiéndolo con el curioso nombre de Consejo Nocturno.

Los amigos que me conocen –me refiero a los de verdad, a los reales, a los de carne y hueso, a los que si bien ahora no podemos abrazar, siempre nos queda, sin embargo, el recurso del saludo codo con codo- saben de mi predilección por salir de viaje de madrugada y ver la salida del sol en carretera, haciendo siempre bueno aquél viejo refrán popular que dice: ‘a quien madruga, Dios le ayuda’.

Y puedo dar fe de que Dios –de quien, al fin y al cabo, bien que nos valemos cuando nos interesa- me ha deparado muchos y muy memorables momentos, de los cuales recuerdo, con especial agrado, aquellos acontecidos en los campos y pueblos de la Vieja Castilla.

Y mucho más aún, si cabe, cuando éstos se producen en las gélidas mañanas de invierno, cuando los preciosos tonos rosados –dignos de los osados paisajes himaláyicos que plasmara en sus lienzos el artista de origen ruso, Nicolás Roerich- contrastan de manera tan armónicamente maravillosa con las infinidades esteparias de esas infinitas soledades del alma, que son nuestras queridas tierras castellanas.

AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.