Saludos de nuevo, steemians!
Vuelvo con la segunda parte de este artículo de opinión de Los archivos del Pentágono. En este caso el Destripe. Después de esta parte solo quedarían las conclusiones finales y aspectos técnicos.
- Avisaré con un cambio de icono cuando vaya a destripar contenido. El icono (en este caso el ojo) se rajará, derramándose su interior. Aconsejo al que no quiera saber demasiado que salte hasta que se cosa de nuevo para seguir leyendo. No quiero estropearle nada a nadie. :-)
- Al final del artículo pondré una valoración de 0 a 10 a modo de conclusión numérica completamente subjetiva.
DESTRIPE
La historia es conocida, pero no por ello más sencilla de contar.
Robert McNamara, secretario de defensa, solicitó un informe, que acabó contando con 47 volúmenes, en el que se ilustraba la participación militar de EEUU en Vietnam entre el 1945 y el 1967 y en los que no salían bien parados.
Daniel Ellsberg trabajó para McNamara como analista en el pentágono antes de servir dos años en Vietnam. Ellsberg no podía creer que su jefe aún defendiese la participación en aquella guerra. Conocía la existencia del informe y, por designios del destino, acabó trabajando para la corporación RAND, ese gran centro de ideas americano, que custodiaba una copia del mismo. Dos más dos, cuatro.
Ellsberg hizo llegar estos papeles al New York Times, pero el presidente Nixon, con una orden judicial apresurada, vetó al periódico de publicar cualquier secreto de Estado. El Post consiguió los informes y aún conociendo las graves consecuencias que tendría sobre el periódico, los publicaron.
LA MIRADA
Siempre me ha gustado el pulso de Steven Spielberg en la narración. Me fascina cómo maneja la cámara para dirigir nuestra mirada a lo que importa. Realmente a lo que él le importa. Y cómo consigue que acabe importándonos a nosotros, los espectadores. A pesar del complejo entramado, nadie que salga de ver Los papeles del pentágono podrá decir que no ha entendido la película. Quizá no recuerde los nombres y apellidos de los personajes, pero sabrá qué hacía cada uno, cuál era su propósito, qué ideas defendía y sin duda, cuál fue el resultado de sus actos.
Hay secuencias muy de Spielberg, con fuerza y ritmo, desde el principio, con Ellsberg en Vietnam, rodeado de soldados imberbes, lluvia y sangre, y luego en los Estados Unidos, cuando decide sacar los documentos del centro donde estaban custodiados. Es entonces cuando vemos dudar al analista. Un poco. No vaciló en la selva, pero esto quizá sea más grande. Es un punto muerto en una secuencia que corta la respiración, justo antes de abandonar el edificio RAND con una copia de los informes en su cartera de piel. Ellsberg hace lo que siente, un deber por encima del deber. En esta huída hacia adelante, entre coches y pasillos, justo antes de llegar a la fotocopiadora con los papeles, se muestra lo que parece el póster de la antes mencionada Todos los hombres del presidente, un curioso guiño que anticipa algo de lo que vamos a ver.
En la redacción del Post, Ben Bradlee, el editor jefe del periódico, interpretado por Tom Hanks, desespera enfangado en una reunión sobre la cubierta que le darán a una boda de la familia Kennedy mientras sueña con una gran noticia que no llega. Entre idas y venidas, voces y llamadas, algo le da en la nariz y alguien de confianza no le coge el teléfono. Llamémosle mosca detrás de la oreja. Llamémosle intuición. Llamémosle experiencia. Bradlee cierra los ojos y tuerce el gesto: El Times está a punto de sacar algo. Algo gordo. Lo huele. Y ellos con la maldita boda. Bradlee nota en la punta de su lengua el amargo sabor de la derrota y manda a un becario de incógnito a ver qué se cuece en la ciudad que nunca duerme.
EL TIMES
El Times es Nueva York. Allí son todos más altos, más guapos, más duros. No tienen mandíbulas, lucen quijadas. Visten de forma impecable, de tirantes y pantalones de pinzas con líneas tan rectas como sus larguísimos rascacielos.
La rivalidad entre los dos periódicos se respira en los pasillos de las redacciones, como si dos equipos de fútbol se tratasen, blancos y enmoquetados en el Post y parketts de oscura y vieja madera en el Times. También se percibe en la tirantez de cada una de las escasas palabras que se dedican, casi en cada una de las sílabas. El becario vuelve con un croquis de lo que sería la primera plana del rival. Un enorme espacio en blanco y ocho letras justo encima: Ellsberg.
El New York Times saca la información en primera plana y Nixon les veta. No podrán publicar ni una palabra más de los archivos. La piedra está ahora en el tejado del Post. Tienen una oportunidad.
PAPELES
Ben Bagdikian, editor asistente del periódico interpretado por Bob Odenkirk, conocía a Ellsberg, el hombre más buscado del momento. Viaja a Boston para encontrarse con él y se vuelve con cuatro mil páginas de documentos en una caja de cartón. Sabía que no era todo, pero sería un buen comienzo.
Bagdikian aterriza en Washington con la caja de los secretos. Esto da paso a otra secuencia marca Spielberg, por interesante, divertida y fantásticamente rodada y planificada, que transcurre en casa del editor jefe Bradlee. Todo el equipo intenta poner en orden los papeles y escribir un artículo mientras los abogados del periódico les hacen ver el alcance legal de publicarlos y la hija de Bradlee venderles una limonada casera. Más de diez personas dando vueltas en un salón familiar sin pisarse ni un pie ni una frase y la cámara de un lado a otro haciendo avanzar la historia y a los personajes con una facilidad pasmosa.
Con el artículo terminado, todo está en manos de Katharine Graham, la directora del Post, interpretada por Meryl Streep. Había mucho en juego y una mujer tenía la sartén por el mango.
LA MUJER TIENE LA ÚLTIMA PALABRA
Este es, como ya se ha comentado en el post anterior a modo de introducción, otro de los pilares de la película. Llegados a este punto, hemos visto a Graham intentar mantener su voz dentro de aquel entramado machista de una forma admirable. El constante recuerdo de que ella está dirigiendo el Post simplemente por el fallecimiento de su marido es a la vez triste e injusto. Para arrojar la toalla. Muchas de las secuencias nos chocan ahora, pero en su momento, todas esas actitudes estaban normalizadas, lo que le aporta un trasfondo casi terrorífico a cada una de las reuniones. Me gustan sus conversaciones con Bradlee, especialmente una de las últimas en las que se echan en cara mutuamente sus no tan sanas relaciones con la clase política y en la que al final ambos entonan el mea culpa. Me gusta mucho la evolución que se le da al personaje de Graham de mujer indecisa a digna dueña de su asiento en lo más alto y por tanto, de su propio destino.
Recomiendo leer la crítica de esta misma película y el feminismo que hizo @wilmarnm. Poco más puedo aportar yo en este sentido. Chapeau!
Volviendo al relato, Graham tiene que romper con todo para dar ese gran paso y publicar los documentos en primera plana. Debe romper con las personas involucradas en ellos, muchos de los cuales han cenando en su casa y disfrutado con ella en reuniones de alta sociedad, McNamara incluído. Romper también con la alargada sombra de su marido y hacer lo que quizá él no se hubiese atrevido: poner en riesgo al mismísimo periódico por el deber. Por hacer lo correcto. “Adelante, adelante, publicadlo”, ordena al teléfono. Tres palabras que cambiaron la historia.
SUPREMO
Nixon llevó el caso al Supremo, pero no pudo seguir impidiendo las publicaciones al ser declaradas inconstitucionales por seis votos a tres. Los del Post optan por una salida lejos de los focos que se llevó el Times a la salida del Supremo.
Y en secuencias como esta es donde noto demasiada orientación en la cámara subrayando las ideas con un rotulador fluorescente tan chillón que me choca. Cuando Graham, ya en esta recta final de la película desciende las interminables escaleras del supremo por un lateral, todas las chicas a su alrededor van girando sus cabezas mientras pasa por su lado, admirándola como mujer poderosa, una figura a la que casi reverenciar. Queda muy forzado que estén todas esas jóvenes allí apelotonadas. Sus gestos resultan falsos, exagerados. Se antoja innecesario.
PROBLEMAS
Otro problema que tengo es que no conecto mucho con los personajes. El hecho de que se muestre a esa gran mujer tomando una decisión histórica que puede dar la vuelta a su propia vida, al periódico que dirige y quizá al mundo, debería ser suficiente para impresionarme. Podría llegar a ser algo que me hiciese incluso atenazar los brazos de la butaca. Pero entonces veo a Graham rodeada de tanto lujo y no me produce una gran sensación. La veo sufrir, pero dentro de su burbuja de cristal, nadando en la opulencia y el efecto se diluye ante mí.
La película no muestra a la gente de calle que es la que de verdad sufre. Mi cabeza piensa en esos padres que mandan a sus hijos a la guerra y no vuelven a saber de ellos. Esos combatientes y sus familias sólo son mencionados una vez, en una discusión de Graham con McNamara en casa de este último, cuando ella le echa en cara que su propio hijo podría haber acabado en Vietnam. Su hijo. ¿Y todos los demás? Quizá no le importan tanto, pienso. Los veo muy desconectados del problema, demasiado como para llegar a empatizar con ellos.
PERIODISMO
Pero lo que más echo en falta es el trabajo periodístico en sí mismo, la búsqueda de la noticia y las fuentes, el iceberg tras el mar de papeles impresos. Solo un personaje, Bagdikian, logra acercarse a esta idea y la mayor complicación que sufre es que se le caen las monedas al suelo al meterlas en una cabina de teléfono y que tiene que recordar un número secreto para marcarlo en la cabina de al lado. Y sí, que después tuvo que transportar los papeles en un avión. Con cinturón de seguridad.
Está claro que este episodio de la historia americana reciente no trataba de eso, pues los documentos fueron copiados por una persona ajena al post y les fueron entregados, pero si esta película pretende retratar el trabajo periodístico, podría mostrar cómo se redacta esta noticia, el titular, la maquetación, el ángulo. No basta con enfocar a gente pulsando las teclas de una máquina de escribir como si tocasen el piano. Muéstrame qué hacen esos periodistas y cómo lo hacen. Cómo presentan los datos al mundo. En este sentido, solo se nos dan unas pinceladas en un montaje rápido en el que aparecen todos esos héroes en las sombras, pero escasos segundos, sin cara ni nombre. Unas escenas en las que el papel pasa a manos de los correctores que aligeran el texto hasta darle forma y cómo acaba este en la maquetación mecánica, letra letra, palabra a palabra y párrafo a párrafo hasta empezar a imprimirse en la prensa.
Son dos minutos de reloj, si no menos, pero, por desgracia, los focos se los lleva Bill Bradlee/Tom Hanks, que con su media sonrisa y codo apoyado en alguna de esas rotativas llenas de tinta, cubre toda la pantalla, triunfante, ayudado por una luz cegadora encima de su peluca.
Esta impostura también me hace pensar si Spielberg está haciendo justo lo que critica, no contar toda la verdad, si no la suya, su verdad.
TEATRO
En ese sentido la película parece más un ejercicio de la fábrica de Disney que una de Dreamworks.
Nos presentan al malo malísimo en la figura del ya odiado Nixon, para que nadie se enfade, a pesar de que aquellos papeles los conocían, y por tanto ocultaron, hasta tres presidentes, entre ellos el adorado Kennedy. Nos lo muestran de espaldas, de oscuro, en una habitación tenuemente iluminada, a través de una ventana de la Casa Blanca. Lo vemos maldecir y sentenciar, y casi imaginamos unos cuernos brotando de su cabeza y un rabo con punta de lanza desenroscándose por debajo de la americana.
Porque claro, siempre tiene que haber un color negro para que luzca el blanco, aunque sea solo por contraste. Y aquí el blanco luce mucho, en casas preciosas, en restaurantes suntuosos, en la redacción del Post y sus relucientes despachos que son una balsa de aceite. Un mar en calma. O mejor, el luminoso velero que lo atraviesa. Y todos los marineros siguiendo a su capitán, el redactor jefe.
No me creo ni esa redacción de ensueño, ni el patio trasero de la majestuosa mansión de la dueña del periódico por la que pasaban tantas y tantas celebridades, que olía a decorado de cartón piedra y me sacaba de allí a la misma velocidad que la cámara se empeñaba en meterme. Con esas luces envueltas en gasas que diría Paul Auster y decorado de suelo de goma en el que me imagino a la directora de arte rezando porque nadie se apoye en aquellas paredes planas de mercadillo y se venga todo abajo.
Tampoco me creo aquel humo falso saliendo a chorros de debajo de una mesita en casa de Ben Bradlee, porque... ¡antes se fumaba mucho y el ambiente estaba insoportablemente cargado! Ni a esos cuatro gatos fingiendo una manifestación a la entrada del Supremo, con atrezzo de tienda de barrio y huecos por todas partes.
Llegado a este punto desconfío de todo y no paro de mirar el postizo de Hanks, un acercamiento ratuno a ese tupé del posterior/anterior Jason Robards. De este Bradlee me chirría hasta la frase de ¨me encanta este trabajo¨ que le suelta a su secretaria con muy poca credibilidad.
Todo contribuye a crear una sensación de teatrito en la que me siento incómodo, casi diría que algo estafado ante una mirada tan partidista de una realidad tan compleja. Como si me quisieran vender como nueva una idea alicaída, a la que se le nota en la piel todo el tiempo a la intemperie. Un detergente milagroso con sospechosos testimonios a pie de calle.
Resulta paradójico buscar la importancia de la verdad desde un relato que, a mi parecer, respira todo lo contrario.
Aparte de todo esto, quizá también tenga un problema con las películas que reconstruyen una época reciente, en este caso los setenta, un pasado de aquí al lado. Y es que no me trago ni las ropas, ni los peinados, ni las luces. Me parece todo falso, remilgado y reluciente. Recién planchado. En este caso, miro la pantalla y veo un material de bella factura y muy bien coreografiado, pero lo comparo con fotos o videos antiguos de mis padres y no me casa, como ese puzle de madera con una pieza mal cortada y que tengo que forzar para que entre en el que debe ser su sitio.
Puede que sea el único que tiene un problema con esto y quizá también debería dejarme llevar por la historia y lo que me quieren contar, pero no puedo. Y de tanto subrayado, me aburro y miro el reloj, y ese no me oculta que aún quedan treinta y cinco minutos de montaje.
Pero algo me saca de mi letargo, una gran secuencia final que conecta con lo que pasó luego, un terremoto aún mayor. Un guardia de seguridad entra en un despacho del edificio Watergate, alertado por la luz de una extrañas linternas que nunca debieron estar allí. Fin. El resto, ya es historia.
- Viene de Los archivos del Pentágono: Introducción (1/3).
- Continúa en Los archivos del Pentágono: Conclusión (3/3).
Muchas gracias @rutablockchain!Me alegro de que os haya interesado el post!:-)