Como sostienen los conocedores, la poesía polaca es una de las más ricas del siglo XX. Entre sus nombres destacan Czeslaw Milosz (a él dediqué un post), Wislawa Szymborska (también sobre ella escribí un post) y Tadeusz Rózewicz, por nombrar solamente a tres. Hoy me trae el poeta Zbigniew Herbert, en el centenario de su nacimiento.
Zbigniew Herbert, nacido el 29 de octubre de 1924, se dedicó a la poesía, pero también escribió ensayos y textos dramáticos. Le tocó hacer gran parte de su vida bajo los hechos de la II Guerra Mundial y el nazismo. Su obra poética estuvo mucho tiempo prohibida por el régimen estalinista polaco; fue en 1956 cuando pudo publicar su primer libro. Residió en Francia, Italia, Alemania y Estados Unidos. Fue merecedor de varios premios, entre ellos: Premio Estatal de Literatura Europea (Austria, 1965), Premio Herder (Alemania, 1973), Premio de Jerusalén (Israel, 1991).
Entre sus principales libros de poesía encontramos: La cuerda de la luz (1956), Hermes, el perro y la estrella (1957), Estudio del objeto (1961), Inscripción (1969), Señor Cogito (1974), Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas (1984). Posteriormente a su muerte han sido publicados otros libros.
He podido acercarme a la poesía polaca, entre otros medios, a través de traducciones hechas por el poeta venezolano Rafael Cadenas (Premio Cervantes 2022), particularmente en su libro El taller de al lado, de 2005. De la breve selección de la creación literaria de Zbigniew Herbert que nos presenta en ese libro, he decidido tomar y reproducir tres textos en prosa (entre el relato y el poema), en los que podemos advertir uno de los asuntos que han ocupado la atención de muchos poetas polacos: el poder.
Emperador
Había una vez un Emperador. Tenía ojos amarillos y una mandíbula predatoria. Vivía en un palacio lleno de estatuas y policías. Solo. De noche se despertaba y gritaba. No lo quería nadie. Le gustaba sobre todo la cacería y el terror. Pero posaba para los fotógrafos con niños y flores. Cuando murió, nadie se atrevía a quitar sus retratos. Mira bien, tal vez todavía tengas su máscara en tu hogar.
Había una vez un Emperador. Tenía ojos amarillos y una mandíbula predatoria. Vivía en un palacio lleno de estatuas y policías. Solo. De noche se despertaba y gritaba. No lo quería nadie. Le gustaba sobre todo la cacería y el terror. Pero posaba para los fotógrafos con niños y flores. Cuando murió, nadie se atrevía a quitar sus retratos. Mira bien, tal vez todavía tengas su máscara en tu hogar.
Una alegoría, impregnada de una gran ironía, sobre la desgracia del poder omnímodo (autoritario, totalitario), de oprobiosas manifestaciones a lo largo de la historia, pero, especialmente, en el siglo XX y en parte del que está en curso. El final del texto es confrontador: somos, con frecuencia, continuadores de esa ignominia.
Un cuento ruso
El zar nuestro padrecito había envejecido mucho. Ya ni podía estrangular una paloma con sus manos. Sentado en su trono se veía dorado y frígido. Sólo su barba creció, hasta el piso y más allá.
Entonces, alguien más gobernaba, no se sabía quién. Personas curiosas atisbaban hacia el palacio por las ventanas, pero Krivonosov las tapó con patíbulos. Así sólo los ahorcados podían ver algo. Al fin el zar nuestro padrecito murió para siempre. Las campanas sonaron, sonaron. Sin embargo, no sacaron su cuerpo. Nuestro zar había crecido pegándose al trono. Las piernas del trono se habían mezclado con las del zar. Su brazo y el del trono eran uno solo. Imposible soltarlo. Y enterrar al zar con el trono dorado —qué vergüenza.
El zar nuestro padrecito había envejecido mucho. Ya ni podía estrangular una paloma con sus manos. Sentado en su trono se veía dorado y frígido. Sólo su barba creció, hasta el piso y más allá.
Entonces, alguien más gobernaba, no se sabía quién. Personas curiosas atisbaban hacia el palacio por las ventanas, pero Krivonosov las tapó con patíbulos. Así sólo los ahorcados podían ver algo. Al fin el zar nuestro padrecito murió para siempre. Las campanas sonaron, sonaron. Sin embargo, no sacaron su cuerpo. Nuestro zar había crecido pegándose al trono. Las piernas del trono se habían mezclado con las del zar. Su brazo y el del trono eran uno solo. Imposible soltarlo. Y enterrar al zar con el trono dorado —qué vergüenza.
En este relato, con mayor contextualización geográfica, no encontramos con una especie de fábula, por su carácter fantástico, de nuevo sobre la desventura del poder; ahora, específicamente, en la grandilocuente figura de un zar, pero que podría ser, indudablemente, la de cualquier tirano de la historia. Con una ironía mucho más mordaz que la del anterior, rozando el humor negro, este relato, que nos recuerda algunos de Kafka, ridiculiza ese "honorable" personaje. Téngase presente que a Stalin lo llamaban "padrecito".
Episodio en una biblioteca
Una muchacha rubia está inclinada sobre un poema. Con un lápiz agudo como un bisturí traslada las palabras a una página en blanco y las convierte en rayas, acentos, cesuras. El lamento de un poeta caído parece ahora una salamandra devorada por las hormigas.
Cuando lo cargamos bajo el fuego de las ametralladoras creía que su cuerpo todavía cálido resucitaría en la palabra. Ahora al ver la muerte de las palabras, sé que no hay límite en el deterioro. Todo cuanto quedará de nosotros en la negra tierra serán sílabas dispersas. Acento sobre la nada y el polvo.
Una muchacha rubia está inclinada sobre un poema. Con un lápiz agudo como un bisturí traslada las palabras a una página en blanco y las convierte en rayas, acentos, cesuras. El lamento de un poeta caído parece ahora una salamandra devorada por las hormigas.
Cuando lo cargamos bajo el fuego de las ametralladoras creía que su cuerpo todavía cálido resucitaría en la palabra. Ahora al ver la muerte de las palabras, sé que no hay límite en el deterioro. Todo cuanto quedará de nosotros en la negra tierra serán sílabas dispersas. Acento sobre la nada y el polvo.
Con un aire que pudiéramos conjeturar como borgeano, este hermosísimo texto nos sitúa contradictoriamente frente a la persistencia de la poesía. Su segunda parte (el segundo párrafo) parece encararnos con la imposibilidad de la trascendencia histórica de la poesía, con su inevitable muerte, como la del poeta en medio del tráfago humano, quedando de ella apenas sus agónicos signos. Pero, curiosamente, la primera parte (el primer párrafo) parece adelantarse a negar esa condena. La esperanza de la inmortalidad de la poesía está en las delicadas manos de esa joven que con su gesto da vida a las palabras rezagadas del poema.
Referencias:
Cadenas, Rafael (2005). El taller de al lado. Traducciones. Caracas: bid & co. editor.
https://es.wikipedia.org/wiki/Zbigniew_Herbert
En el siguiente enlace una buena selección de poesía polaca del siglo XX:
https://materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/poesia_polaca-31.pdf
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