El block de calcomanías

in #spanish7 years ago

Había una vez una librería ubicada en una galería comercial en el centro de Santiago, un lugar gris y frío que logró viajar por 40 años directamente desde 1976 hasta el día de hoy. Al cruzar la puerta, el viaje en el tiempo era directo; sin mareos, vómitos o luces extrañas. 50% libros de la década de la música disco, 30% revistas editadas al mismo tiempo que Freddy Krueger destruía sueños unas cuadras más allá, en el gran cine continuado con capacidad para 700 personas. Hasta el olor estaba encerrado en la cápsula con un oxígeno que tenía cierta cantidad de partículas de polvo original de aquel terrible bombardeo de 1973, esta vez, unas cuadras para el otro lado. Alguien muy astuto había logrado inyectar un filtro de Instagram en los colores de aquella librería. 20% de los libros eran completamente anacrónicos y desubicados, libros del “futuro”, pequeñas paradojas del tiempo: Harry Potter y la Piedra Filosofal, 50 Sombras de Grey y el libro ese sobre correr de Murakami. Había un sótano, las escaleras eran de madera pura y dura, cada paso era un mes más al pasado, 16 escalones, pupilas dilatadas, polvo cósmico diría Jodorowsky o Christopher Nolan, yo en cambio dije “polvo para la alergia”, estornudos cósmicos. Yo, el papá de Camilo, estaba en lo mismo que siempre que terminó viajando a Chile, viajando en el tiempo, descubriendo lugares escondidos en el centro de la ciudad, espacios que la cotidianidad y las fuerzas ocultas de la economía y persistencia humana mantienen en blanco y negro. Fotografías de otro momento que llegan a nuestro momento. Realidad virtual sin el casco.

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En el sótano los porcentajes se desdibujan, las décadas se mezclan y los libros del pasado, del presente y del futuro tienen una orgía que sería imposible de publicar en Facebook, el polvo del bombardeo se mezclaba con el polvo de la democracia, y con el polvo del wifi de un modem US-Robotics de 1997 que disparaba luces amarillas sobre el techo. Aquí había doble filtro de Instagram. Millones de millones de libros. Leyes de la física completamente rotas, más materia que espacio. Abrías un libro y estornudaba letras. Desde que alguien bajó un libro de Crepúsculo del primer piso, nunca más los libros del sótano se recuperaron de aquella alergia literaria. Libros ultra intelectuales aquellos del sótano.

Miré rapidamente buscando un regalo para Camilo. No vi nada. Era el lugar perfecto para encontrar Los Fantásticos Libros Voladores del Sr. Morris Lessmore, pero ese libro creo recordar que Camilo lo traía bajo el brazo al nacer. De pronto, en la tercera mesa, debajo de un libro de Andrés Eloy Blanco (???) encontré un raro block de calcomanías. Era muy extraño, era de esos objetos infiltrados, un extranjero, un inmigrante ilegal, un refugiado, alguien que no hablaba el idioma de las letras. ¡Un block de calcomanías! Había piratas, dinosaurios, planetas, autos de carrera, bichos y animales. Ingenuamente busque alguna dedicatoria para Camilo pero no la encontré. Cuando ocurren cosas mágicas la realidad se encarga de limitar la cantidad de magia porque la realidad es la realidad, y tiene que seguir escondiendo por siempre a la magia. Bueno, esta es la cualidad principal de la realidad, joder a la magia.

Subí los 16 meses que me separaban del primer piso, fui directamente a la caja a pagar, me causo risa el cartel de aceptamos Paypal y Bitcoins, y pague en efectivo los 7.999 pesos que costaba aquel fabuloso block de calcomanías.

“Camilo Acevedo y su block de calcomanías filosofal”

Una risa se dibujó en mi rostro mientras pensaba aquel nombre para un libro en el cual mi hijo sería el épico protagonista. De un disparo volví al 2016, sin mareos, ni vómitos, ni luces extrañas. Estaba solo media hora más viejo que cuando entre.
Un avión y a Venezuela. Todo el viaje pensando en la carita de Camilo cuando recibiera su atemporal regalo. Su enorme sonrisa. Su eterna curiosidad. Ya me imaginaba la casa llena de calcomanías por todos lados.

Al llegar a casa me esperaba Camilo con su eterna alegría y entusiasmo. Me estruja con un abrazo, me lanza un efusivo beso y me observa como si hubiera bajado de una chimenea completamente vestido de rojo y con 73 kilos más. Busco el regalo y se lo entrego. El block de calcomanías fue para Camilo como que a Carl Sagan le hubieran regalado un pasaje a Saturno. Le daba vueltas, observaba con detenimiento, se imaginó la selva de papel que podía dejar por toda la casa, los rastros de la inocente infancia pegados en paredes, muebles, computadoras, juguetes, libros, ropa, puertas y ventanas. Las posibilidades eran prácticamente infinitas, al igual que aquel cosmos del divulgador científico.

Lo que ninguno de nosotros pensó, es que la anécdota fuera más allá de algunos dinosaurios adheridos al iPad, o algunos extraterrestres pegados en las paredes. Pero ocurrió que cada objeto de la casa recibió su propia calcomanía. Una para todos. Nos inundamos de color y personajes. En todos lados alguien te observaba. Magos y caballeros aparecían en lo más profundo del refrigerador. Las películas de Netflix eran vigiladas por jugadores de fútbol y lombrices de papel. La marca de la manzana mordida fue cambiada por naves espaciales y cohetes. En el fondo de las tazas de café había máquinas de construcción. Era el caos más perfecto que pudiéramos imaginar. Las caritas del WhatsApp saltaban de la pantalla hasta que entendías que tenias otra calcomanía pegada en la pantalla del celular.

Lo mejor de todo ocurrió la noche de luna llena en que Camilo se puso a cantar en un idioma que nunca pude entender. Las calcomanías cobraron vida y la casa se convirtió en un musical. Era una extraña versión 2D de Toy Story, con la diferencia que a las calcomanías no les importaba para nada nuestra presencia. Disfrutaron, bailaron y se comieron todo lo que teníamos en la cocina, y esto para una familia venezolana si que era una gran tragedia. Pero al final no importó mucho porque terminamos cazando a los dinosaurios y tuvimos carne para varios meses. Poco a poco las calcomanías se fueron pegando unas a otras creando una enorme bola de papel. No les importaba bailar hasta morir en los brazos de una compañera. A medianoche ya quedaban muy pocas, y las que lograron sobrevivir, como aquel pulpo en mi computadora, aprendieron rápido lo que tenían que hacer para llegar a la próxima luna llena.

Así fue como la invasión de las calcomanías tomó y dejó nuestro hogar, dejando personajes dispersos en algunos rincones de la casa, recordándonos todos los días, que se puede bailar hasta morir.