Entre Sombras
Francisco comenzaba a sentirse preocupado por la manera como su hijo, David, lo venía ignorando últimamente. Apenas comenzaba a hablarle sobre cualquier cosa, cuando el joven se distraía, mirando alternativamente hacia los rincones de la casa. No le prestaba atención a nada de lo que su padre decía. Tampoco había reprimenda ni tema de conversación que valiera para retener la mirada del hijo por más de algunos segundos.
La madre de David, sospechaba que los amigos le estuvieran suministrando drogas, porque en repetidas ocasiones encontró a su hijo con los ojos enrojecidos y la actitud errática, como si estuviera borracho, drogado, o enloqueciendo. También ella había tratado de sentarse a conversar con él, al principio de cualquier cosa banal, pero al no recibir respuestas terminó por someterlo a verdaderos interrogatorios que podían durar horas, en los que David tampoco contestaba nada. Desde hacía algunos meses evitaba el contacto visual con cualquiera, y, si lo enfrentaban con violencia lloraba en silencio, sin quejarse, sin resistirse, pero sin darle explicaciones a nadie. “¡Pero qué es lo que te pasa!”, le suplicaba su madre, desesperada, sintiendo que algo grave le ocurría a su hijo, pero padeciendo a su vez la peor de las impotencias por no poder ayudarlo. Por eso sospechaba de sus amigos del colegio, que a sus trece años comenzaban a tomar un aspecto sombrío y aterrador. ¿Quién sabe en qué andaban metidos? ¿Quién podía decir si esos monstruos descarriados no estarían medrando en los abismos de la delincuencia y las drogas, arrastrando con el cuento de la amistad a su pobre e inocente hijo?
Mil veces le comunicó a Francisco sus inquietudes al respecto, pero este no le daba mayor importancia. Dijo que todos los muchachos de esa edad parecían delincuentes, aunque no lo fueran, y que si su hijo estaba raro sería por una cuestión hormonal o por un enamoramiento frustrado con alguna vecina. Sin embargo, al pasar los días y acentuarse la conducta extraña de David, su padre terminó por preocuparse también, y, en la última conversación con su hijo, ante las miradas evasivas del joven hurgando por los rincones y las preguntas que dejaba en el aire sin contestar, Francisco no aguantó más y lo tomó por el cuello de la camisa. Sacudiéndolo con firmeza, desesperado, le rogó que le mirara a los ojos y que le confesara lo que estaba pasando, pero el muchacho continuaba mirando hacia el rincón, con expresión de terror. El padre acercó su rostro al de David, enfocándose con detenimiento en sus pupilas dilatadas, y no pudo dar crédito a lo que vio: reflejada en el iris de su hijo estaba una silueta oscura y siniestra, la cual, desde un rincón de la sala, le sonreía a David mientras lo señalaba amenazante.
Relato original.
Fuente portada
Fuente Separador
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