El ascensor
Era el 02 de noviembre en la sala de espera de un viejo y largo pasillo hospitalario. El amargo perfume de los fármacos se había esparcido hasta las afueras de este. Al lado derecho, junto a las escaleras, un pequeño cartel verde que anunciaba la salida de emergencia; otro, color negro, que señalaba “RECEPCIÓN” y enfrente de él se encontraban los ascensores. Eran tres, de los cuales solo dos eran usados, siempre los de las esquinas. Al del centro lo adornaba una maceta de tulipanes de cada lado. Era el que mantenía su belleza de los ‘70, siempre brillaba, mientras que los otros dos relucían viejos y espantosos. Atraía la atención de todo aquel que por el viejo pasillo pasaba. Pero, por más hermoso que fuera, nadie se atrevía a usarlo. Era un extraño ascensor, abría sus puertas de hora en hora. Al fondo se veía el reflejo de todo el que se le paraba enfrente.
Entra en el pasillo un hombre que llevaba consigo un sombrero de ala ancha color amarillo, el cual le cubría el rostro, una corbata del mismo color, un pantalón padrino azul marino, una camisa azul clara; su mano izquierda sostenía su maletín mientras que en el antebrazo derecho posaba su bata médica. Era un hombre alto, blanco como la leche, su cabello color miel, una compostura juvenil. No llevaba identificación colgando de su bolsillo derecho. Esquivó el anunciarse en recepción. Le da un toque al botón del ascensor y mientras lo esperaba escuchó cuando una voz femenina bastante adulta le dijo:
—¡Doctor! ¡No suba a ese ascensor si quiere seguir viviendo!— Era la recepcionista quien le daba la advertencia.
—¡Seguir viviendo! -él susurró, la miro de reojos continuó- ¿Qué podría pasarme si subo en él? Es un simple y viejo ascensor.
—Se nota que usted es nuevo por este hospital –le respondió ella con tono de desconcierto-. Le contaré la historia de la cual soy testigo fiel.
—Espero que su historia pueda convencerme de no subir— respondió sarcásticamente, mientras se apoyaba del escritorio de la recepción y daba una sonrisa a medias.
—¡Escuche! Hace muchos años hubo una sola persona que lo utilizaba continuamente. Era el Director de este hospital, el Dr. Luna. Un día le detectaron el síndrome de maniático-depresivo y lo internaron en nuestro último piso, pero se las ingenió y logró escapar.
Atajándola con cara de desconcierto le dijó mientras soba su barbilla con su mano derecha: —La seguridad de este hospital no es tan buena entonces—.
—Recuerde que era el director y loco o no conoció de punta a punta el hospital. Pero escuche bien. Lo buscaron por todas partes, pero era una búsqueda en vano. Pasaron dos días y de pronto se empezaron a escuchar ruidos provenientes del único lugar en que jamás había sido buscado: el ascensor que solo él usaba.
—Entonces no fue en todas partes que buscaron, solo por donde pasa la Virgen— refutó el doctor de identidad desconocida.
—¡Shhh! ¡Déjeme terminar! Trataron de abrir sus puertas de mil y una formas pero nadie pudo abrirlo. El ruido se había desvanecido; los obreros estaban cansados y desistieron a seguir con el esfuerzo, pero cuando dieron la espalda, el ascensor abrió sus puertas por sí solo dejando ver el cuerpo del Director entre morado, verde, pálido, -¡su color ya no se distinguía claramente!- en medio de un pozo de sangre, la misma sangre con que fue escrita la nota en el espejo del ascensor que decía: “Estar triste con los internos espantos es la maldición de tener los días contados”.
—¡Qué profundas palabras! Perfectas para una novela de dramas y tragedias.
—¡Cómo olvidar ese momento! –la recepcionista se perdió en su recuerdo mientras seguía narrando- Luego las cosas volvieron a marchar en la cotidianidad hasta que una enfermera subió al ascensor y apareció muerta con el nombre del Dr. Luna escrito en su frente y la misma nota en el espejo: “Estar triste con los internos espantos es la maldición de tener los días contados”.
—¿Nunca averiguaron quién los pudo haber matado? ¿No me diga que piensan que se suicidaron y antes de quitarse la vida esa nota escribieron? ¡Por favor!— con ironía rió y volvió a seguir escuchando.
—Nunca se supo a ciencia cierta qué fue lo que en realidad sucedió pero desde ese día empezó el ascensor a trabajar de manera extraña. Se abría solo de hora en hora quedando diez largos minutos abierto como si esperara que alguien subiera.
—¿Que alguien o que el Dr. Luna subiera?— repicó mientras la recepcionista continuaba con la historia…
—Todos le hemos agarrado temor, y aunque muchos se han querido olvidar de todo y subir a él, terminan por desistir de la idea.— La vieja recepcionista contaba cada palabra como si estuviera pasando en ese justo momento. Se llenó de temor y nostalgia.
Aquel hombre había quedado impresionado de que la mujer recordara cada detalle sin olvidarse de nada. Le dio la espalda a la recepción y se paró en medio de los tulipanes que adornaban al ascensor. Este se abrió y el doctor se adentró un paso. Volteó a ver a la recepcionista, sonrió con picardía y antes que el ascensor cerrara sus puertas…
—Me alegra saber que después de 27 años aún sigas siendo la mejor recepcionista –mientras hizo una reverencia y quitó su sombrero de ala ancha- y recuerdes cada detalle de mi partida. ¡Estaré en mi oficina, querida Margaret!
Ella quedó impactada, sin pestañear, fría y sin saber qué hacer. El ascensor cerró sus puertas y ella… ella se fue con él.
Un ejercicio con muy buenos elementos para creación de suspenso. Felicitaciones, @gythanobonfak , me gusta encontrarte y leerte. Un abrazo.