Había una vez un pequeño y humilde pueblo. Nada importante ocurría allí. Felices y no tan felices, observaban sus habitantes el paso la vida. Generación tras generación, sus costumbres se inculcaban. Y la paz y armonía en el pueblo siempre se respiraban.
- ¡Mamá! ¡Mamá! – Como un rayo cruzó Alan la plaza hasta refugiarse bajo los seguros los faldones de su madre.
Su hermano mayor Brandon lo seguía raudo con un palo en las manos, como si fuera el mismísimo Thoradin.
- ¡Caerás bajo mi espada sucio Trol! – Apuntaba con su improvisada arma a las piernas de su madre. – ¡Sal de ahí cobarde!
La madre de los dos pequeños aventureros trató de imponer la calma. Era una joven muchacha, de rostro dulce y ojos almendrados. Su cobriza melena había hecho enloquecer a muchos, pero solo uno había conquistado su corazón.
- ¡Ja, já! Te he atrapado pequeño trol – Un fornido hombre, de cabellos rubios y ojos verdes, acababa de sacar a Alan de entre las piernas de su madre, y ahora, lo alzaba sobre su cabeza mientras le hacía cosquillas sin parar.
- ¡Pero bueno! ¿Cómo se atreve a meter sus manos bajo mi vestido?
El hombre con una sonrisa dejó al niño en el suelo y rodeó a la madre con sus brazos.
- Debo de haberme vuelto loco. – Dijo sonriendo.
Tras decir esto besó a la muchacha y juntos, los dos padres, se quedaron observando a sus niños correr de un lado a otro, con una tonta sonrisa asomando en sus caras.
Eran y de seguro habrían seguido siendo, una feliz familia. Pero el destino siempre nos guarda oscuros secretos…
Había empezado a anochecer, así que la familia volvía al calor del hogar. Los niños seguían riendo y jugando, mientras que los padres paseaban tranquilos. Sin advertir ningún peligro. El pueblo no era muy grande, por lo que llegaron rápido a casa. Una sombra estaba tendida frente a su puerta, lo que alertó al padre. Mientras ella sujetaba a los niños, él se acercó a ver de qué se trataba.
Un escuálido anciano descansaba sobre el bordillo, aferrado a una roída manta. Susurraba cosas inteligibles y no paraba de temblar. El hombre, enternecido por la imagen, pidió ayuda a su mujer para llevar al anciano dentro de la casa.
Parecía un hombre normal, con la salvedad de que su rostro estaba lleno de antiguas quemaduras. El viejo estaba en estado crítico, balbuceaba y temblaba y no podía siquiera mantenerse en pie.
- ¿Deberíamos llevarlo a la Iglesia? – Preguntó la madre nerviosa.
- No creo que sobreviva el frio camino hasta la Iglesia- Se frotó la cara preocupado. – Lo suyo sería que se quedara aquí, probablemente no aguante hasta mañana. Pero por la Luz, debemos hacer todo lo posible.
Su mujer asintió y tras tenderle una manta al anciano y asegurar la puerta de los niños, se fueron a dormir. Esa misma noche, la preocupación y el miedo ahondó en los corazones de esa familia. Extrañas pesadillas atormentaron al hombre de la casa mientras los demás descansaban inocentemente.
Ayudar al prójimo es deber de todo siervo de la Luz. Sin embargo, la felicidad de esta familia se acababa de poner en peligro, por un gesto tan gentil como fue el de asistir al anciano.
Al despuntar el alba, la familia despertó. Juntos bajaron las escaleras y allí estaba él, respirando con dificultad, pero sin duda con un aspecto mucho mejor que el de la noche pasada. Madre y padre intentaron entonces hablar con él. Pero les fue imposible. En ese momento y con su salud mejorada, intentaron llevarlo a la Iglesia. Rápidamente su estado empeoró y desistieron.
- ¿Qué vamos a hacer? ¿Llamamos al párroco? – Preguntaba la madre.
- No lo sé, ¡no lo sé! – El padre parecía tener los nervios muy crispados lo que asustó un poco a la aún joven e inocente madre.
Decidieron esperar y la discusión terminó, al menos por el momento. Al volver de trabajar el padre parecía de bastante mejor humor, por lo que se disculpó. Un día más transcurrió. Los niños estaban muy confundidos, entendía que su deber como creyentes era cuidar al enfermo, pero no se fiaban del anciano del todo. Incluso en el pequeño Alan empezaban a florecer sentimientos negativos. Por culpa de aquel viejo, no podían salir a jugar pues su madre no podía dejarlos solos a ninguno. Y encima su padre estaba que echaba humos con el tema.
Aún así, la familia se fue a dormir una noche más, esperando que con el tiempo todo remitiera, y que, a cada segundo, se acercaban más al momento de la despedida del anciano.
Esa noche las pesadillas volvieron a la cabeza del padre. La visión de su mujer con otro hombre enturbió su sueño. Varias veces fueron las que se despertó sobresaltado, sudando y jadeando, con el miedo y la rabia en el corazón.
Y así pasaron los días… y las noches. El estado del anciano mejoraba, y el ánimo de la familia se crispaba cada vez más. Continuas discusiones, frecuentes gritos, y oscuros pensamientos…
Un día al volver el padre del trabajo, subió confiado a su habitación, pero antes de entrar escuchó… ¿gemidos? Los ojos se le inyectaron en sangre y corrió al jardín y tomó un hacha. Con un estruendo abrió la puerta y allí lo vio, un bulto bajo las sabanas que subía y bajaba. Henchido de ira tomó el hacha y la dejó caer con fuerza sobre el cuerpo tendido. Fueron segundos después, que el padre se dio cuenta que aquel bulto no era más que su mujer llorando. Los llantos seguían, pero esta vez eran de un hombre. Rendido sobre las rodillas y con el rostro hundido entre sus manos manchadas de sangre y lágrimas, el hombre lloraba desconsolado, mientras un niño, atónito, observaba con el rostro pálido, la escena desde la puerta.
Bajó al salón el niño, incrédulo y congelado por el miedo, y se quedó observando las titilantes llamas. Entonces lo escuchó con claridad.
Hazlo
Esos jóvenes ojos al fin vieron la verdad. Una sonrisa macabra y unos ojos amarillos, rodeados de quemaduras… No dudó.
Esa misma noche, el humo y las llamas se avistaron desde cualquier rincón del pueblo. ¿La noticia? Dos niños y dos adultos carbonizados, por accidente. Ningún viejo. Así fue como un ser demoníaco se había alimentado de la felicidad de una familia, hasta no dejar nada…
Cerró el libro y dio por terminada la historia. Su hijo estaba completamente dormido. A veces le resultaban demasiado violentas estas historias. Bajó al salón y antes de sentarse oyó el golpear de la puerta. Al abrirla, su rostro se ensombreció, pues un anciano yacía en su puerta…
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