Cada Semana Santa el mismo ritual, ese viaje en el tiempo donde todo se para aunque pasen los años, pero su amor seguía creciendo. No le importaba compartir la pasión que le mantenía fiel a ella, ya desde chico, y un Martes más salió a la calle a buscarla.
Volvió a hacerlo de noche, cuando el aroma a azahar y jazmín perfilaba la primavera entrante. Serpenteó las estrechas callejuelas del centro, supervivientes de un pasado tan fenicio como musulmán que terminaron por por abrazar la cruz de aquel que ya procesionaba entre ellas.
Tuvo que esperar más de veinte minutos para poder cruzar Larios entre el gentío de paisanos, turistas, religiosos y curiosos; ambientado por los sonidos de las tascas, terrazas, cafeterías y los ecos de las bandas de música. Miró el reloj, aún podía llegar puntual a su cita si se daba prisa.
Llegó a la Plaza de la Merced a tiempo para coger sitio y esperar mientras soñaba con su rostro inmutable. Entonces vio la Cruz Guía en la cabecera, seguida de las túnicas que iluminaban el camino con sus largos cirios y los chiquillos que se disputaban la cera para ver crecer sus esferas rugosas y suaves al tacto entre lágrimas blancas, púrpura y bermellón.
Después divisó el paso del Cristo, portado por más de un centenar de nazarenos dispuestos a doblar la esquina sin tocarla ni parar hasta que cesara la música. Una operación tan barroca como el ramillete de farolillos en cada esquina y los bajorrelieves en oro, que cimentaban el suelo floreado que pisaban sus pies heridos por el pesado calvario de la cruz.
A Pablo se le aceleró el pulso avivado por la tensión de su próximo encuentro, aún quedaba media hora. Volvió a repetirse la escena de aquellas túnicas, ahora blancas y algunas con capa, rematadas en el vértice de un capuchón con mirada anónima; así como la de los pequeños que se escabullían hasta la primera fila para hacer crecer su singular meteorito a la luz de las velas.
Hasta que la Virgen del Rocío apareció de entre una nube de incienso. Una corte de trompetas la anunciaban como una reina desde su trono de plata. Flotando sobre un mar de 240 hombros que la hacían bailar ante el público, rodeada de flores y luminarias blancas, al igual que su inmaculado vestido repleto de puntillas, vainicas y bordados a mano. Se acercaba a paso lento y cadencioso para entrar triunfal en La Merced al aplauso fervoroso de los presentes.
Creyó que estaba soñando, cuando al toque de campana, ella clavó su mirada en él y se detuvo. Le embargó la emoción. Contempló sus ojos vidriosos, la plegaria de aquellas manos minuciosas tan tersas como la palidez de sus mejillas angulosas y esos labios que sin hablar le decían tanto. Eterna.
Siglos de agonía esperando ese instante, interrumpido al grito de "Al cielo con ella", que se la llevó una vez más en volandas dejándole la estela de un manto en seda y oro, y su contorno cimbreándose en un nuevo adiós.
-Olvídate Picasso, nunca será para ti- se dijo con los besos aún pegados en los labios, mientras se colocaba el sombrero a pocos metros de su casa.
Texto y fotos: @gemamoreno