Y entonces llegó ella y sacudió su mundo.
Sacudió su sol.
Sus estrellas se estremecieron al verla.
Aquellas enanas blancas y gigantes rojas se emocionaron tanto que parecían explotar.
Él sufría una reacción en cadena.
En su estómago sentía miles de supernovas, iluminando todos los confines.
En su mente yacía un big bang que le daba inicio a su tiempo.
Al tiempo cósmico que habría de unirlos y nunca separarlos.
No habría energía oscura que los acelerara.
No sufrirían expansiones ocultas ni inesperadas.
El amor que sentían era digno de estudiarse en un acelerador de partículas.
Nikola Tesla se hubiese sentido orgulloso de ver la electricidad en sus miradas.
La atracción gravitatoria que sentían los unía más y más.
Parecía acercarse una colisión… pero no.
Seguían danzando en órbitas elípticas perfectas.
Jano y Epimeteo estaban felices de verlos, pues los veían como sus hermanos de la Tierra.
Ella, un satélite de Júpiter.
Él, un satélite de Saturno.
Pero ninguno orbitaba alguno de esos planetas.
Solo en sus corazones.
El universo sonreía cuando estaban juntos.
Ella no escapaba a los designios de su masa oscura.
Se sentía tan atraída a él, como si de un agujero negro se tratase.
Cuando estaba en sus brazos, se sentía inmersa en aquel horizonte de sucesos.
El amor que sentían el uno por el otro, era una singularidad en sí mismo.
Jamás se había visto algo así.
Habían cuerpos celestes que incluso sentían envidia de ellos.
Su envidia viajaba como la velocidad de la luz.
Pero pronto se perdía por la ausencia de oxígeno.
Cuando él la miraba, no había sonido alguno.
Cuando ella lo besaba, sentía una distorsión en su espacio-tiempo.
Se amaban. Se aman. Se seguirán amando.
Y así será, por los siglos de los siglos…
… o hasta que el universo deje de ser ese manto estelar que nos arropa.