Uno de los mayores miedos que atenazaban mi infancia era, de algún modo, el temor al universo. Era como si mi pequeña cabecita intentara comprender el infinito y, con ello, me provocara un angustioso vértigo. Aún recuerdo correr por los pasillos de mi casa poseída por un estado puro de pánico, cada vez que mi padre televisaba algo relacionado con el espacio exterior. Writer: Umiko
Con los años, no sé si por la madurez de mi propio cerebro o por los eventos casuales de la vida, empecé a sentirme realmente atraída por el cielo nocturno. Me interesaba identificar las constelaciones, sobre todo aquellas relacionadas con el zodíaco occidental (del cual entonces estaba muy sumergida) y cómo éstas rotaban año tras año, como una rueda eterna. Investigando sobre ellas descubrí, de pronto, dos de mis grandes aficiones vitales: por un lado la mitología griega, por aquellos seres humanos curiosos que quisieron darles historia y nombre; y por otro lado la astrofísica porque comprendía su auténtica naturaleza y esencia.
Poco a poco, cada vez que miraba la bóveda celeste por la noche, ya no me sentía imbuida por aquellas antiguas sensaciones terroríficas; sino que navegaba entre el onirismo de los cuentos de la antigüedad y el origen de nuestra propia existencia. De tal manera que pasé de esconderme cada vez que en casa se ponía un documental o se hablaba del tema, a mirar deliberadamente en un telescopio al magnífico Saturno o disfrutar de las lluvias de meteoros.
Quizá lo que me ayudó a superar aquellos continuos eventos traumáticos fue cambiarle la perspectiva ¿No son a caso la fascinación y el terror, al ser emociones intensas, diferentes caras de la misma moneda