Los felices son como una andanada, una ráfaga de disparos para quien sólo conoce en los recovecos oscuros de la vida, la amarga lumbre de las congojas existenciales. Los felices son un prismático introspectivo que siempre apuntan a un mismo horizonte: el vacío propio. La vida arde en pesares que sólo reconocemos en la abundancia del otro. En los felices, quienes encontraron un paraíso, constatamos la súplica que extendemos al universo. Sólo basta encontrar a alguien feliz para entender porque no somos felices. ¿Por qué alguien feliz, sea quien sea, convida cada desdicha a sublimarse hasta el punto cruel de desfigurar la superficie? Porque es justo cuando un ser aquejado descubre el drama de la finitud existencial; un aquejado entonces se pregunta: «¿cuánto tiempo más me falta?». La interrogante, manifiestamente recalcitrante y sofocante, conduce a una desesperación vertiginosa en que los instantes se transforman en una crisis asmática, pues cada segundo que corre, es un segundo más en que los alvéolos conocen el engrosamiento y los pulmones, la falta de aire. Seguidamente, está esa pulsión de vivir más, de apresurar el deseo hacia el término de sus fronteras, de anular el Sísifo que secuestró el protagonismo de la dicha y la plenitud interior. El deseo, colosal amargura en pronto devenir, emerge a través del pesar convidado por los rostros jubilosos para, de un modo u otro, depredar la realización ansiada. El deseante es pletórico en tumores; todo deseo que invoca la vehemencia de un espíritu, a su vez, está acelerando la tumoración del ser, hasta que el organismo en su totalidad es un cáncer imposible de erradicar.
El deseo que exulta de nosotros mismos, consigue lo que ningún otro hombre ha podido: robar el protagonismo del tiempo sobre la carne, porque el deseo depreda al deseante sin que éste siquiera lo note y mucho más rápido que el tiempo, porque, para el momento en que el tiempo por fin hace de la carne la golosina favorita del bisturí, el cuerpo del aquejado ya estaba muerto mucho antes de conocer la muerte. ¿Cuánto tarda el deseo en aniquilar a la víctima? En cuanto éste descubre que aquello que desea no es para él. En ese preciso instante, el Tiempo ya no es victimario ni protagonista excelso en la carrera que emprendemos al nacer. ¿Quién no sucumbe ante el angustioso placer de ser un Tántalo de su propia realización? Posiblemente, aquél que entendió el absurdo y siguió adelante como si nada sucediera. No son réprobos los felices, aquellos que en su maravillosa dicha han revelado para algunos el motivo de sus desdichas y ausencia de satisfacciones. Sucede que, el paraíso que muchos han encontrado, es la imagen que unos cuantos consideran faltante.
Para entender el absurdo que constituye la situación propia y seguir adelante como si nada sucediera, es precisa una irreverencia artera, gélida y tísica como la grandilocuencia de un Baudelaire danzando entre putas. La vida no tiene sentido y no es urgente hallarle uno. Ni siquiera necesario. Si es posible, hacer del absurdo y el vacío irremediables, un stand up comedy.
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