La lucidez del tonto

Robustecer algo inmaterial, suprasensible, que hace de la carne un arroyo sin más, una marginación, un objeto de vacuidad, una simple cosa olvidada por los deseos, ideas y placeres que hacen de ella una vulnerabilidad tortuosa, es equivalente a «criar» una tara hasta que ésta crezca, se eduque, se reproduzca, se esparza y se irradie como el sol con su rayos solares. No hay nada de malo en atribuir a la entraña y sus cantos desgarrados, la inocencia de los vegetales, pero, surcar la existencia con «abstracciones balísticas» y deglutir un galimatías es peor dieta que la Cronos con sus hijos: al menos Cronos tenía miedo y nosotros; hambre de nosotros mismos. Schopenhauer definió la filosofía como «la ciencia del conjunto de las experiencias». Es decir, la búsqueda del conocimiento es, ante todo, una búsqueda sensible, no suprasensible. El «fundamento» ha de buscarse en la experiencia individual, así ésta sea un fárrago de mixturas o retrato caleidoscópico de la mismidad. ¡Hay que entontecerse! Decía Pascal. Ser tonto y devenir tonterías. Un poco de lucidez: comprender prematuramente que no debemos entender lo que no podemos sentir con los órganos de los sentidos y los sistemas nerviosos. Y ser un tonto incapaz de acceder a la razón.

Esa frase de Pascal debe siempre retornar hidalgamente como lo hace cualquier vicio; encontrar en ella un acto de contrición, pero sin la fe. Abandonar el libertinaje de los creyentes que buscan en cualquier cosa inaprensible una interpretación moral —como diría Nietzsche—. Si se elucubra bien, con un trago de alcohol para atemperar la conclusión que puede resultar un tanto inverosímil para cierta ortodoxia racional, el tonto es como un lúcido, pero un lúcido pasota, muy pasota, pero conveniente frente a ciertas borracheras existenciales que embotan la razón y la convierten en ludibrio frente al espejo. Es preferible embargarse con una mueca simiesca, un gesto que sea mofa e interpelación al mismo tiempo. Un rumano dijo: ”El lúcido quisiera intervenir, involucrarse en la existencia, pero no puede. El mismo sentimiento de no pertenencia, lo aqueja de forma inexorable”. El tonto, pero no cualquier tonto; aquél que lo es selectivamente, con propósito y agenda, experimenta un sentimiento análogo; la imposibilidad voluntaria de comprender, la memez que advierte en todo en cuanto quiere, lo aqueja donde quiera que vaya. Ciertos autores subrayaron que el espíritu crítico fue heredado de los griegos. El tonto más que el lúcido, esta clase específica de tonto, lo heredó más elegantemente que el lúcido; éste último se perjudica demasiado profiriendo un sinfín de razones y el otro, a priori, sabe que no quiere involucrarse.

Las «ideas» tienen un valor tristísimo: nosotros. Por ende, se explica el carácter de cosa gradante, de cosa multiplásica. Porque no es compleja la visualización microscópica de tal tejido medular, sino sus interpretaciones. Las «representaciones mentales», ajenas o propias, para comprometer o falsear una realidad, no necesita explicarse ante ningún público; éste último es la única dosificación posible de sus fronteras. Por eso el lúcido tampoco amilana con su hoz, ya muy manchada de sangre, porque estas luces de la «abstracción balística» de ciertas perversiones, sean ideológicas —apariencia moderna de la mentira— o religiosas —apariencia prehistórica de la mentira— sólo anhelan la pupila; por eso el parpado cerrado es como un Tártaro. ¡El lúcido no sabe cerrar los parpados!

Para que algo se vuelva viral, sólo necesita repercusión, positiva o negativa, da igual. Por eso a veces la lucidez, sobre todo la proactiva, es vana por método, frente a cierto fundamentalismo proveniente de la ideología o la religión. Cualquier experiencia infatuada de misticismo, adquirida no por los sentidos sino por la abstracción que ilumina cual Hiroshima, merece la mueca. Y también la baba.