Cristina se aferró a la baranda de la escalera y dejó que sus pies siguieran, a cuenta propia, la ruta de su elección. Estaba cansada del ir y venir de trenes, el calor de los vagones a oscuras, de las caras repetidas que se hundían en un circo de sudores, en la suerte de no ahogarse antes de llegar a su destino.
Cristina no se hundía, porque ya no respiraba. Sus vías respiratorias eran canales sellados para el mundo, rutas migratorias de oxígeno clausuradas. Estaba muerta, desde antes de llegar a la estación. En realidad, llevaba semanas en su cripta personal.
Llegó el tren y con él, la nostalgia. Cristina se apeó a la ventana y el mar de personas que le seguía invadieron no solo su espacio, sino también sus pensamientos. Se paseaban por los rincones más recónditos de su infancia, por las chupetas que jamás recogió del piso en aquella piñata, las largas noches frente a un mar que no traía más que arena. Arena que ya no estaba. Ella tampoco.
Y las estaciones pasan, pero Cristina no se mueve. La ventana -su ventana- es su nuevo mausoleo. Una señora la tropieza y , sin muestra de culpa y con el descaro en el rostro, la increpa por un error no cometido. Cristina ni se inmuta. La ventana sigue allí y con ella sus recuerdos que son, al mismo tiempo, la ruta que el mismo tren seguía.