Resultó ser que me guardé en un cuaderno. Si, así mismo: me escribí cuando tenía diez y mis preocupaciones no escapaban a la relectura de Miguel Otero Silva; a los 11, cuando descubría que también los niños podrían ser interesantes. El descubrimiento del cambio, de las secuelas psicológicas de un cancer desconocido, el crecimiento acelerado de quien no quería crecer aún, la segunda vez que leía Cien años de soledad, los 12 años que tuve por siempre. Y el tiempo fue pasando, hasta que alcancé los trece y descubrí que no solo eran interesantes o entretenidos, sino que también podían gustarme los niños y que escribir acerca de esto me alejaba de realidades que prefería obviar. Me escondí en las lineas que garabateaba junto a letras de canciones, junto a corazones flechados que jamás llegaban a escapar de mis paredes mentales.
Crecí. A los coñazos, pero crecí. Me leí a los 14 y ya no era la yo que dibujaba estrellas en esquinas. Era, esta ocasión, la cuarta vez que me tropezaba con los 17 Aurelianos y las mariposas amarillas. Mi papá murió y una extraña mezcla de dolor y falsa esperanza inundaba las páginas. A veces un rotundo "no" y otras tantas un "quizás" que me llevaban en una montaña rusa con pase ilimitado. Solo yo podía decidir cuando detenerla.
Y me bajé - digo yo- en algún punto. No ha sido definitiva, pero al menos ya no es una vuelta ilimitada. Llegaron los 15, esa edad de intermedio, el paso hacia una "verdadera" adolescencia que a muchos termina por frustrar al no ser lo que esperaban o se suponía que debían esperar. Yo no lo hice. Al menos eso escribí. Me dediqué a irme de mi ciudad, a escapar de sus calles húmedas de tristeza y cáos, de alcanzar el primer metro cuando apenas abría el sistema cada día religiosamente a las 5:30 am, de viajes que se acompañaban con las canciones que aún hoy sigo tarareando. Me dediqué a marcharme y a no escribirme más, al menos hasta que fuese -otra vez- inevitable.
Y así me encontré conmigo. Me leí como quien se lee el horóscopo viejo de una revista de sala de espera, sabiendo lo que va a encontrar, con un "me lo imaginaba" en los labios que no alcanzamos a pronunciar. Me leí como si no me conociese, sabiendo que al final del día sería una historia predecible, el "te lo dije" que no me dije cuando pude y hoy puedo dedicarme. La Betania de 21 se reescribe sobre sus viejos pasos, a ver si en un par de años me da por leerme y esta vez, si el destino lo permite, me sorprenda gratamente.