Esta mañana, mientras me miraba en el espejo contando cuantas arrugas tengo, me acordé de lo que repetía mi abuela: “nadie aprende por cabeza ajena”. Y movía lentamente la cabeza en una clara negativa mientras lo decía.
Cerré los ojos y retrocedí hasta muchos años atrás. Veo a mi abuela lavando el arroz antes de cocinarlo y reservar esa agua blanca en un recipiente, nunca la desechó.
Luego se iba al baño, inclinaba su cabeza en el lavamanos y comenzaba su ritual diario de bañarse la cara con esa agua de arroz; no se la enjuagaba, se la dejaba para que se secara al aire. Y yo le preguntaba: abuelita, para qué te dejas el agua de arroz en la cara?. Porque nadie quiere tener arrugas, pero nadie aprende por cabeza ajena.
Decía que no tenía sentido echarte cremas después que ya las tenías. Que la gente que no quería arrugarse debería comenzar a cuidarse la piel a los treinta años, ese era su número clave para comenzar esa batalla. Que para eso la naturaleza nos había regalado la miel, la sábila, el pepino, las zanahorias, el huevo, el azúcar, la sal, y una interminable lista que la dejaba sin respiración de tanto nombrar frutas y plantas.
Cada quince días preparaba uno de sus “menjurjes” mágicos (así los llamaba) para mantenerse siempre bella. Enumeraba un sinfín de combinaciones para ponérselas en la cara y en el cuerpo según su propósito. No eran fórmulas secretas, se las decía a todo el que la quisiera escuchar. Pero nadie le hacía caso ni las ponían en práctica.
Para mantener la piel tersa y suave: hay que masajear la cara y el cuello con un preparado de plátano muy maduro con miel.
Para hidratar la piel a diario: tenemos que untar el rostro con aceite de coco o aceite de almendra antes de acostarnos y lavársela al levantarse. No se puede salir al sol con estos aceites en la cara. Jamás, porque se mancha la piel.
Para tener un cabello brillante y sedoso: frotarlo con aguacate pasado de maduro y dejarlo por todo el tiempo que pudieras (mientras aprovechabas y hacías otras cosas), luego lo lavas como siempre.
Para tener los pies suaves: remojarlos en agua tibia con sal marina y aceite de almendras. Y antes de enjuagarte los pies, los masajeas con azúcar y mucho cariño.
Para quitar los puntitos negros de la cara: batir una clara de huevo a punto de nieve, lavarte la cara con agua tibia (para abrir los poros) y aplicarte una máscara en la cara. No puedes reírte porque te arrugas. Y luego de una hora, la retirabas con agua fría de nevera.
Eran tantos los “menjurjes” mágicos de mi abuela, pasados de generación en generación, que años después pensé que cometí el error de no anotarlos y recopilarlos en un libro.
Mi abuela era dulce y sonriente siempre, pero el vinagre era un ingrediente insustituible en su vida. Con él preparaba fórmulas que abarcaban desde bañarte con un tobo de agua con vinagre para calmarte la insolación; limpiar la cocina y los gabinetes para espantar las moscas y otros bichos; hacerte lavados vaginales donde combinaba más agua que vinagre para usarlo como método de limpieza para después de “esos días” o como un método anticonceptivo (para eso jamás lo usé y no sé si es efectivo), y muchísimas otras cosas más.
Pero como nadie aprende por cabeza ajena, no comencé a los treinta años a frotarme aceite de coco en la cara y el cuello antes de dormir y me arrugué. Ni a regalarme un día al mes para consentirme y aplicarme sus menjurjes mágicos.
Mi abuelita se murió cuando tenía 117 años y tenía arrugas por supuesto, pero su piel era envidiable por su textura y firmeza, y lo que es mágico, parecía de 90 años.
Atte.
un pez humano
Muy buenos los consejos de tu abuelita. Bendiciones