A finales del siglo XIX, Gran Bretaña era la más extensa y próspera de las naciones, y Londres la mayor de las ciudades del mundo. pero una zona de esa capital aparecía como una llaga abierta en el rostro del imperio Británico.
La compleja red de callejuelas oscuras y malolientes conocida como el East End sólo ofrecía a sus habitantes degradación y pobreza. Más de la mitad de los niños nacidos en el East End morían antes de cumplir cinco años, y a los cuarenta las mujeres eran ya ancianas. Los hombres se dedicaban, como única evasión, a la bebida y a menudo al crimen. Las mujeres vendían sus cuerpos marcados y desnutridos por unos pocos peniques; y eran estas mujeres —«las infelices desafortunadas», como eran eufemísticamente designadas por la sociedad elegante— las víctimas elegidas por el más infame asesino del mundo. Todavía hoy, la sola mención de Jack el Destripador provoca horror en el East End londinense.
El terrorífico reinado de Jack el Destripador fue breve: el asesino actuó por primera vez una cálida noche de agosto de 1888, y se cobró su última víctima una fría y neblinosa tarde, tres meses más tarde. Algunos aseguran que mató por lo menos a cinco mujeres, y ciertos criminólogos le ambuyen hasta once asesinatos.
¿Por qué este hombre, que solamente mató a un puñado de personas y durante un período muy corto, sigue ejerciendo tan terrible fascinación? ¿Por qué provoca ese temor reverencial en todo el mundo, muchos años después de haber ido a reunirse con sus víctimas en la muerte?
¿Forma parte el temor que provoca del temor a lo desconocido? ¿Aterroriza porque sale de la oscuridad y ataca de una manera súbita y brutal? ¿Acaso porque acechaba en las callejas sucias y estrechas y en los patios, a altas horas de la noche? ¿Cómo pudo eludir a una de las más eficaces y sofisticadas fuerzas policiales de su época? ¿Por qué dejó una ciudad que pronuncia en un susurro, con renovado temor, el horrible nombre de Jack el Destripador? ¿Cómo pudo desaparecer para siempre, cómo se hundió de nuevo en las tinieblas?
Todo lo que sabemos de Jack el Destripador es que era zurdo (esto lo dedujeron los cirujanos de la policía, que examinaron los escalofriantes restos de sus víctimas) y que poseía al menos algunos conocimientos médicos. Probablemente era un hombre pálido, alto y esbelto, que usaba un bigote negro: ésta es la descripción que dieron a la policía algunos testigos, que vieron huir a alguien de las vecindades del sitio donde se cometían los crímenes. Cada vez que mataba, el asesino vestía una gorra y una chaqueta larga; caminaba con las grandes zancadas propias de un hombre joven.
Numerosos escritores, científicos, psicólogos e investigadores de todos los países han intentado descubrir la identidad del más terrible de los asesinos, pero ninguno lo ha logrado, y resulta improbable que alguien lo consiga alguna vez.
La historia del misterioso y feroz asesino de Londres comenzó poco después de las 5 de la mañana del 7 de agosto de 1888. Un hombre, ansioso por conseguir un trabajo del que había oído hablar, bajó rápidamente las escaleras del tugurio situado en Whitechapel, donde tenía alquilada una habitación. Estaba decidido a ser el primero en la cola, pero tuvo que interrumpir su carrera al tropezar con un bulto, que estaba en el rellano del primer piso. El hombre quiso apartar aquella masa informe para continuar su camino, pero retrocedió horrorizado al advertir que lo que yacía a sus pies era el cadáver ensangrentado de una mujer. El hombre se olvidó del empleo y corrió a avisar a la policía. La víctima fue identificada como Martha Tumer, una «mujer de vida alegre». Tenía el cuello seccionado, presentaba numerosas puñaladas y había sufrido bestiales mutilaciones en todo el cuerpo.
Todavía hoy existen dudas sobre si Martha fue en realidad víctima de Jack el Destripador: el asesinato de prostitutas no era algo excepcional en aquella época y el caso fue rápidamente archivado. Pero cuando 24 días después se produjo un nuevo asesinato con características similares, el temor e incluso el pánico comenzaron a extenderse por las míseras calles del East End.
La noche del 30 de agosto de ese mismo año, Mary Ann Nicholls, conocida como Prety Polly en los mal afamados tugurios de Whitechapel, trataba desesperadamente de conseguir un poco de dinero, a fin de alquilar una cama en una pensión barata. Por eso, cuando se le acercó un hombre, se apresuró a cerrar el trato; pensó tal vez en que la paga le perrnitiría no sólo alquilar una cama, sino también beber un par de copas de gin.
El hombre la llevó hacia un sitio en penumbras; ella debió de haber advertido entonces que sucedía algo malo, pero ya era demasiado tarde. Su final fue rápido: el Destripador le tapó la boca con la mano y, con toda destreza, le seccionó el cuello; luego, el asesino emprendió con el cuerpo de la mujer una salvaje carnicería.
Poco después, un policía de guardia que pasaba por el pequeño y oscuro patio donde se había desarrollado la tragedia, creyó oír ruidos de lucha, Se detuvo y trató de escudriñar en la oscuridad. Al avanzar, sus pies resbalaron en algo húmedo: era sangre, y fueron los rastros de sangre los que le llevaron ta el cuerpo mutilado de Mary Ann Nicholls.
¿Interrumpió la llegada del guardia la labor de Jack el Destripador? Si es así ésa fue la única vez en que la policía estuvo más cerca del asesino.
Un pálido policía, descompuesto después de haber examinado el cadáver declaró a los periodistas: «Sólo un loco pudo haber hecho esto.» Y el médico forense, el doctor Ralph Llewellyn, declaró ante el juez de instrucción: «Nunca había visto un caso tan espantoso. Fue descuartizada de tal manera que sólo una persona muy diestra en el uso del cuchillo pudo hacerlo.»
El Destripador esperó nada más que una semana para atacar de nuevo. Su nueva víctima fue «Dark Annie» Chapman, que estaba muriéndose de tuberculosis cuando fue asesinada a hachazos. Su cadáver lo encontró, en la Harrbury Street, un mozo de cuerda del mercado cercano, el Spitalfields Market. Las miserables posesiones de la mujer habían sido depositadas en perfecto orden cerca del cadáver despedazado.
En Whitechapel corrieron varios rumores; uno de ellos decía que el Destripador transportaba sus instrumentos de muerte en un pequeño bolso de cuero negro; desde entonces, cualquier inocente peatón que portara un objeto parecido, se arriesgaba a ser perseguido por la multitud. Otro de los rumores aseguraba que Jack el Destripador era un marino extranjero, de manera que los forasteros con acento extraño tenían que andar con cuidado por Whitechapel en aquellos días. Otro rumor indicaba que el asesino era un carnicero judío: el latente antisemitismo, avivado por la llegada a Gran Bretaña de inmigrantes judíos que huían de las persecuciones de rusos y polacos, comenzó a aflorar.
Una teoría todavía más insensata, que se divulgó especialmente en las áreas más miserables (donde existía una fuerte tensión entre los habitantes y la policía), afirmaba que el asesino era un agente de Scotland Yard. ¿Cómo, si no, podía el asesino rondar por las calles impunemente y sin despertar sospechas?
El miedo creciente se convirtió en una ira irracional; la chispa necesaria para encender las llamas del pánico que se apoderó de Whitechapel estalló la mañana del domingo 30 de Septiembre. Mientras las campanas de la iglesia repicaban, a las ocho, un guardia que iba ya camino de su casa encontró una pierna humana, cubierta con una media blanca, que sobresalía del portal de una fábrica. Después se supo que correspondía al cadáver de Elizabet «Long Liz» Stride.
Todo indica que el asesino fue interrumpido por algo cuando apenas había comenzado su trabajo, porque el cuerpo de Long Liz no estaba tan mutilado como el de las anteriores víctimas. Para remediar su aún insatisfecha sed de sangre, el Destripador atacó de nuevo esa misma noche. Y durante ese asesinato dejó lo que podría ser el único indicio sobre su identidad: no quedó ningún otro de su breve reinado terrorífico. A sólo 15 minutos del portal donde un policía encontró el cadáver de Long Liz, se hallaron los restos ensangrentados de Catherine Eddowes. De su cuerpo, con mucho el más terriblemente mutilado de todos, partía una estela de sangre, que conducía a un muro donde alguien había garabateado con tiza un mensaje: «Los judíos no deben ser culpados de esto.»
¿Significaba ese mensaje que el Destripador era un judío a quien la intolerancia y la persecución habían empujado a atacar a las personas más vulnerables que podía encontrar? Las palabras escritas con tiza, un elemento decisivo para la investigación, nunca fueron examinadas con rigor. Sir Charles Warren, jefe de la policía metropolitana, temió quizás una reacción de odio contra los judíos y ordenó que el mensaje fuera borrado y mantenido en secreto.
Dos días antes de este último crimen, alguien había enviado una carta a la Central News Agency, de Fleet Street. Su texto decía: «Querido jefe, desde hace días oigo que la policía me ha atrapado, pero en realidad todavía no me han pescado. No soporto a cierto tipo de mujeres y no dejaré de destriparlas hasta que haya teminado con ellas. El último es un magnífico trabajo. A la dama en cuestión no le di tiempo a chillar. Me gusta mi trabajo y estoy ansioso por empezar de nuevo. Pronto tendrá noticias mías y de mi gracioso jueguecito. He guardado un poco de la correspondiente materia roja en una botella de cerveza, después de mi último trabajo, para escribir con ella. Pero se ha puesto espesa como la goma de pegar y ya no puedo usarla. Espero que la tinta roja la reemplace de manera adecuada. iJa, ja, ja! La próxima vez, cortaré las orejas a la mujer y las enviaré a la policía, sólo por diversión.»
La carta estaba firmada por Jack el Destripador; era la primera vez que se usaba ese nombre para designar al asesino. Y el hombre que había matado a Catherine Eddowes había tratado, en verdad, de cortarle las orejas.
Continuaban circulando los rumores. Uno decía que el asesino era un cirujano loco. Otro, que se trataba de un asesino ruso, enviado por los servicios secretos del zar a fin de desacreditar a la policía londinense, porque, a su juicio, ésta no actuaba con suficiente eficacia contra los emigrados anarquistas. Otro rumor hablaba de un puritano obsesionado por limpiar de vicios el East End. Otro culpaba a una comadrona, enloquecida por un odio asesino contra las prostitutas.
Pero todavía nadie lo llamaba Jack el Destripador. Y el 9 de noviembre, el asesino actuó de nuevo. Mary Kelly no se parecía a ninguna de las otras víctimas. Era más joven —tenía sólo 25 años, mientras que las otras víctimas rondaban la cuarentena—, rubia y atractiva. La última persona que la vio con vida fue George Hutchinson, a quien ella le había pedido dinero prestado para pagar el alquiler de su casa. Cuando George le dijo que no podía ayudarla, se acercó un hombre esbelto, bien vestido, que lucía un bigote cuidado y un gorro de cazador.
A la mañana siguiente, un hombre llamado Henry Bowers llamó insistentemente a la puerta del cuarto de Mary para reclamarle el alquiler que le debía. Cuando se cansó de llamar, fue hasta la ventana y apartó con la mano unas cortinas de arpillera; el nauseabundo espectáculo que vio dentro del cuarto le hizo olvidar todo lo que se refería al alquiler y lo obligó a correr en busca del casero. Más tarde, declaró: «No podré olvidar lo que he visto en el resto de mi vida.»
Con la muerte de Mary Kelly, el reinado del Destripador terminó de manera tan súbita y misteriosa como había comenzado.
Hoy no estamos más cerca que antes de descubrir la identidad del asesino. Si el estilo y la ortografía de sus mensajes no mentían, se frataba de un pobre hombre sin instrucción; en ese caso ¿cómo había adquirido su destreza de cirujano? Y si era un hombre pudiente ¿cómo conocía tan bien las callejuelas de los barrios bajos de Whitechapel, lo que le permitía escurrirse en la penumbra?
Dos convictos de asesinato declararon que eran Jack el Destripador. Uno de ellos, que había envenenado a su amante, dijo cuando lo arrestaron: «Por fin habéis atrapado a Jack el Destripador.» Pero hay muy pocas pruebas que respalden la veracidad de esa declaración. El segundo, mientras la trampa de la horca se abría, alcanzó a decir: «Yo soy Jack el...» Pero más tarde se comprobó que este hombre estaba en América cuando Jack cometió sus crímenes.
Algunos miembros de la policía estaban seguros de conocer la identidad del Destripador. En 1908, un comisario auxiliar de la policía dijo de manera terminante: «El asesino era un judío polaco, y con esto no hago más que mencionar un hecho definidvamente probado.»
Pero el inspector Robert Sager, que cumplió un papel importante en las investigaciones sobre el Destripador y murió en 1924, ha dejado escrito en sus memorias: «Tuvimos buenas razones para sospechar de un hombre que vivía en Butcher's Row, Aldgate. Lo vigilamos cuidadosamente; no había duda de que el hombre estaba loco y, después de un tiempo, sus amigos pensaron que era aconsejable internarlo en una clínica privada. Desde que el hombre fue internado, se acabaron las atrocidades del Destripador.»
Entre los sospechosos figuró incluso el nieto mayor de la reina Victoria. Se trata del príncipe Alberto Víctor, duque de Clarence, que de haber sobrevivido se hubiese convertido en rey tras la muerte de Eduardo VII, su padre.
Es posible que las soluciones más apasionantes para este enigma sean estas. El escritor y periodista radiofónico Daniel Farson propone el nombre de Montagu John Druitt, un jurista frustrado que tenía conocimientos médicos y un historial familiar de desequilibrios mentales. Farson basa su propuesta en los apuntes dejados por Sir Melville Macnaghten, que ingresó en Scotland Yard en 1889 y se convirtió en jefe del departamento de investigación criminal en 1903. Macnaghten menciona como los tres principales sospechosos a un comerciante polaco que probablemente odiaba a las mujeres, a un médico ruso que había matado a alguien en su país, y a Druitt. La policía, por su parte, llegó a la conclusión de que este último era el asesino; lo cierto es que pocas semanas después del asesinato de Mary Kelly, se encontró el cadáver de Druitt flotando en el Támesis.
El escritor Stephen Knight propone la fascinante teoría de que los crímenes atribuidos a Jack el Destripador fueron cometidos en realidad por tres hombres. Afirma que se trataba de un médico de la familia real, de un cochero y de un artista. Asesinaron —dice— para silenciar a una banda de prostitutas que trataba de extorsionar a la familia real, a la que amenazaban con revelar el matrimonio secreto contraído por el duque de Clarence. Ante el chantaje, la familia real, el primer ministro lord Salisbury, los jefes policiales y los masones habrían organizado una tortuosa intriga para silenciar a las prostitutas.
Hoy, el East End londinense ha cambiado. Sin embargo, por mucho que cambie el East End, el fantasma de Jack el Destripador rondará por sus calles hasta el fin de los tiempos.
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