Artículo de opinión escrito por nuestro colaborador el Profesor Frank José Arellano
En el sur de los Estados Unidos, durante la década que precedió a la Guerra Civil (1861-1865), tuvo lugar y abundó una literatura que defendió los intereses de la sociedad esclavista allí afianzada. Esto en sí es harto conocido por la historiografía norteamericana. No obstante, lo que a ojos ajenos puede parecer muy extraño es que uno de los autores más reconocidos por su férrea defensa de la “peculiar institución” haya propuesto en su entramado argumentativo la tesis de que la esclavitud debía prevalecer como sistema social, pues, a su juicio, éste era el mejor sistema socialista.
El escritor al que hacemos referencia es George Fitzhugh, abogado y habitante del Estado de Virginia, lugar en el que las grandes plantaciones de tabaco y algodón generaban rentas que le permitieron soñar con la permanencia de lo que concebía como un mundo ideal, alejado del capitalismo, alejado de la agria competencia comercial propiciada por la ideología del laissez-faire y donde los inclinaciones e intereses de trabajadores y propietarios confluían para alcanzar metas que a todos beneficiaban.
Fitzhugh, cuya vida transcurrió entre los años 1806 y 1881, nació en el seno de una familia propietaria de tierras, aunque no una de las más acaudaladas de su estado. Por esa razón, él no puedo llevar el estilo de vida propio de los señores aristócratas y terratenientes sureños. La mayor parte de su vida laboral la ocupó en el derecho y en la escritura de artículos para revistas y periódicos de su región. En la época conocida como la América Antebelum (1840-1860), Fitzhugh gozó de un extenso reconocimiento tanto por la admiración de sus editores como por el repudio de sus detractores en el norte de la Unión Americana.
Su salto a la fama se daría con la publicación de los libros: Sociology for the South (1854) y Cannibals All (1857). Ambos fueron lo que hoy día denominaríamos Best-Sellers en el contexto de las diatribas que posteriormente produjeron la guerra más mortífera en la que se hayan visto inmersos los Estados Unidos de América.
Los textos de Fitzhugh llegaron a provocar que notables abolicionistas lo llamasen “el escritor de los evangelios según Belcebú”. Además, algunos de sus contemporáneos incluso dejaron testimonios en cartas que afirmaban que él era “quien más despertó la ira de Lincoln entre los escritores proesclavistas”.
Luego de familiarizarme en los últimos meses con la obra del escritor virginiano he notado la perspicacia de un pensador que a todas luces defendía posturas políticas que actualmente no dudaríamos en calificar de horrendas. Sin embargo, su excentricidad teórica no era presentada a la sociedad de una manera ingenua. Desde distintos flancos, Fitzhugh buscó fundamentar su defensa de un orden político de protección social que, desde su perspectiva, se configuraba idealmente en el cautiverio esclavista. Creyendo siempre tener a la razón y a la historia de su lado, Fitzhugh arguyó en favor de la esclavitud acudiendo a la biblia, al filósofo griego Aristóteles, y a los libros de reputados socialistas como Fanny Wright, Charles Fourier y Pierre J. Proudhon.
De inmediato el lector podrá preguntarse qué tienen que ver las doctrinas socialistas decimonónicas con un ya obscuro autor esclavista del sur de los EE.UU. La respuesta más corta la hallamos al percibir que la defensa de la esclavitud de Fitzhugh se basaba en un ataque frontal contra la sociedad libre. El sureño sentía abominación por el trabajo asalariado tal como había tomado forma en Europa y en el norte de los Estados Unidos.
De acuerdo con el hilo argumentativo de Fitzhugh, la explotación laboral traída por la Revolución Industrial y el mercado libre le imponían a cada trabajador la necesidad de arreglar su vida por cuenta propia, cosa casi imposible y, por lo tanto, inmoral. Por eso la opinión pública debía tener información sobre un sistema alternativo, moralmente más correcto. Este sistema no podía ser otro que aquél que le brindase la oportunidad a cada trabajador de contar con un amo que velase por su bienestar. Ante el panorama que presentaban países como Inglaterra, Francia y el norte de los EE.UU, Fitzhugh señaló que la sociedad necesitaba más gobierno. Es más, decía, que la libertad por sí misma no gestaba el bien común. La verdad era que los débiles tenían que ser protegidos, pero, para ello, tenían que ser controlados y, el precio de la protección, era la cesión de la libertad.
Lo que hace a Fitzhugh un autor particular dentro del grupo de adalides de la esclavitud en el siglo XIX es que él se destacó por fundamentar sus críticas a la sociedad liberal citando a los teóricos del socialismo. De este modo instrumentaba sus ataques para dirigirlos al corazón del sistema capitalista y para acusarlo de ser humanamente inferior a la armonía representada por el orden esclavista del sur señorial y de buenas costumbres.
En este sentido, el escritor virginiano hizo uso sin tapujos de la retórica de los socialistas, declarando que los capitalistas eran más ricos mientras más explotadores, o que los capitalistas aprendían rápido a mirar a sus obreros como meras máquinas humanas, de las cuales sólo se extraía poder físico e industrial. Argumentaba que tales obreros de las fábricas, si acaso tenían libertad, era la libertad de morir. También aseguraba que estos no eran más que esclavos, pero esclavos sin amos, sin protección y, por ende, presas del canibalismo de la libre competencia.
La esclavitud, por otra parte, era un sistema que obligaba al amo a cuidar a sus bienes, y entre estos, a sus esclavos. El contrato tácito entre el plantador sureño y sus esclavos, sostenía Fitzhugh, hacía que aquél fuese proveedor de cobijo, de techo, de alimentos, de ropa y de seguridad. Así, se suponía que el amo debía cuidar a sus esclavos en la vejez y en la enfermedad. En esta relación de dependencia, el esclavo jamás estaría sometido a los avatares del desempleo, del despojo o del exilio. Para contar con toda la estructura de protección suministrada por el amo, el esclavo sólo precisaba de ser obediente, sumiso, hacerse querer.
Según Fitzhugh, a diferencia del sistema capitalista, en el que el dueño de una fábrica se convertía en rico mientras pagaba cada vez menos al obrero, en la plantación agrícola, mientras el terrateniente pudiese obtener más usufructo de la tierra y de la labor, el esclavo era recompensado con mejores provisiones.
Fitzhugh, de este modo, sostenía que en la plantación los intereses de amos y esclavos no eran antagónicos. Todos tenían un rol orgánico dentro del sistema. La relación entre propietarios y subordinados era simbiótica, cosa que lo llevó a aseverar que “la esclavitud [era] una forma de comunismo” (“Cannibals All”, p. 223).
Bien es cierto que Fitzhugh en múltiples ocasiones acusó a los socialistas de enarbolar ideas utópicas, descabelladas, verdaderos esperpentos, quimeras. Empero, esto se debía a que las corrientes socialistas del siglo XIX en EE.UU se caracterizaron por seguir tendencias abolicionistas y hasta anarquistas. Muchos socialistas del norte de los EE.UU buscaron diseñar experimentos cooperativistas, propusieron el amor libre y la abolición de muchas instituciones que consideraban opresivas, etc.
Para Fitzhugh, ellos -owenitas, fourieristas, agraristas- erraban. Su máxima era que “el mundo estaba muy poco gobernado”. Bajo esta concepción del virginiano, si iba a haber un socialismo que encontrara lugar en la historia, éste debía tener cabezas despóticas al frente de la organización social. Y es en este último punto en el que podemos entrever que Fitzhugh fue un visionario del socialismo tal como fue practicado en el siglo XX.
En una curiosa amonestación dirigida al afamado editor Horace Greely, conocido por su activismo político dentro de los grupos socialistas en el norte de los EE.UU, Fitzhugh le indicó que los falansterios (cooperativas que seguían las ideas de Charles Fourier) planteados por su partido no funcionaron como unidades de producción eficientes porque requerían, nada más y nada menos, que el abandono de la naturaleza humana. Pero, si a estos les hubiese agregado un supervisor virginiano -esto es, un capataz de las plantaciones esclavistas- entonces ellos tendrían pocas diferencias sobre las cuales discutir.
A partir de estas líneas, observamos que Fitzhugh hubiese podido ser perfectamente un adepto de las políticas de un estado comunista estalinista, ya que, so pretexto de cuidar a la población y de garantizarle bienestar, esta solamente debía estar sometida a los dictámenes de un gobierno que pidiese a cambio su libertad. Esto, tal como lo concebía Fitzhugh era exactamente lo que acontecía en las plantaciones agrícolas bajo la esclavitud.
Si nos atenemos a las descripciones de Fitzhugh, la esclavitud no se encargaba exclusivamente de dominar a las multitudes sujetas a los designios de un amo, antes bien, tal como se presenta el comunismo hasta el sol de hoy, ambos eran signo y expresión del altruismo, del cuidado que el hombre debía manifestar por sus hermanos. La esclavitud, entonces, realizaba el ideal socialista sin confeccionar esquemas utópicos. Esta era “la forma más antigua, más común y mejor de todas las formas que toma el socialismo”.
En un artículo de febrero de 1974 de la revista Reason, intitulado “Slavery and Socialism: Our Brothers Keepers”, el periodista norteamericano Mark Frazier sostuvo que el vínculo entre el comunismo y la esclavitud es la mentalidad paternalista que encuentra un terreno común en estas dos formas de orden social.
Frazier afirmó que Fitzhugh indirectamente había expuesto las bases que se colocaban como sustento moral de los dos sistemas, desembocando de igual modo en estructuras totalitarias. Es así que la obra George Fitzhugh cobra importancia en nuestra actualidad, puesto que a través de sus textos es posible entablar la conexión de dos ideologías que, de buenas a primeras impresiones, podrían tenerse como contrapuestas. Aunque resulte algo desconcertante, leerlo con anteojos libertarios puede dejarnos enseñanzas sobre aquellas ideologías que ahora rechazamos por ser cercenadoras de la libertad humana y por impracticables
Actualmente se tiene por bueno que las leyes de los Estados-nación requieran del consenso y de la aceptación de los ciudadanos para alcanzar el funcionamiento normal de las sociedades. Con esto se le permite a los individuos que componen una comunidad nacional desarrollar sus facultades con amplios márgenes de libertad. Nosotros, en Venezuela, no nos hallamos en el mismo cauce.
Ante el avasallamiento de los estados absolutistas o totalitarios, mejor será que apostemos por el ingenio de los individuos. En los estados socialistas emergidos y desparecidos en la vorágine de la historia, el afán controlador, la cultura de la subordinación a la burocracia y la consolidación en el poder de gendarmes que fungen como amos de la sociedad ha hecho que estos creen poblaciones cuyos nexos de dependencia con el estado se tornen perniciosos, tal como, en general, fueron las relaciones de los esclavos con sus amos en el siglo XIX.
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