Él estaba fascinado por las famosas dunas. En la capital todo el mundo hablaba de ellas. Eran exuberantes, atractivas y misteriosas. -¿Acaso esconden algo?- se preguntaba mientras caminaba en ellas con sus pies descalzos. Del lugar se decía que estuvo habitado por una etnia exterminada hace cinco siglos por los conquistadores. El sol era inclemente a esa hora de la mañana, así que le costaba caminar lento. Su paso apurado no le impedía disfrutar de la inmensidad de aquel lugar y del color dorado que lo rodeaba por doquier. Estaba absorto en su deleite cuando sus pies rozaron algo que definitivamente no era arena. Justo en ese instante parecía que hubiera estado en otro sitio. Habían personas de pieles aceitunadas mirándolo atónitos. No estaban las dunas. Todo duró apenas unas fracciones de segundo.
Miró de nuevo a su alrededor y ahí estaban de nuevo las interminables dunas, los colores dorados y el despiadado calor, típico de aquella zona árida. Fijó su atención en otros compañeros, para confirmar si alguno daba señas de haber visto algo fuera de lo común, pero nadie parecía estar perturbado.
-¿Qué habrá sido eso?-, se preguntó.
-¿A qué te refieres?-, le increpó su mente.
-¿Te refieres a lo que rozaste con los pies?-... -¿a lo que viste sólo tú?-… ¿o tal vez ambas cosas?-.
Por un momento creyó que el calor y la sed le estaban jugando una mala pasada. Se frotó la cara con ambas manos y se agachó para saber qué cosa era aquello con lo que se había tropezado.
Parecía un trozo de una vasija antigua. Era lo que podía observar. Tenía dos símbolos extraños en color terracota que llamaron poderosamente su atención. Al tomar el trozo entre sus manos, de nuevo estaban las gentes de pieles aceitunadas observándolo, sin las dunas rodeándolo. Todo había desaparecido y en cambio, había emergido de la nada una nueva realidad. Sin poder entender qué ocurría exactamente percibió que estaba sosteniendo una vasija completa, decorada con símbolos de tonalidades terrosas. Los dos símbolos no dejaban de intrigarle.
-¿Dónde estoy?- preguntó. -¿quiénes son ustedes?- preguntó nuevamente.
Uno de los pieles aceituna, el más adornado corporalmente en su vestimenta, se le acercó y le dijo con firmeza algo que él no pudo entender. Hablaba en un dialecto desconocido. Parecía molesto y señalaba la vasija de barro.
-Quiere la vasija-, se dijo así mismo.
Con el semblante de alguien que devuelve lo que no le pertenece, él extendió sus brazos haciendo entrega de aquel objeto que parecía ser muy importante. El piel aceituna interpretó el gesto como una señal de honestidad. Tomó la vasija y la apretó junto al pecho del lado del corazón del hombre, mientras decía algo, de nuevo en el dialecto desconocido para él. En ese instante, el hombre sintió de nuevo el calor y la textura de las dunas mientras despertaba de lo que parecía un sueño, con un ardor en el pecho del lado del corazón.
-Te desmayaste-, le dijo un compañero mientras le pasaba un vaso con agua.
Al llegar a casa, se dispuso a bañarse, mientras no dejaba de pensar en lo ocurrido.
-No pudo haber sido un sueño-, se decía.
Al mirarse en el espejo notó algo raro en su pecho, del lado izquierdo. Tenía marcados dos símbolos. Entonces su piel se volvió aceitunada y comenzó a hablar en un dialecto conocido para él. Ahora podía descifrar los símbolos. Su significado era claro: "Seguimos Vivos". Lo habían convertido en uno de ellos en señal de agradecimiento a su gesto de honestidad. Ahora él conocía el secreto de las dunas revelado por los trozos de vasijas de aquella etnia, que había sido exterminada hace cinco siglos, pero que, como él pudo comprobar, aún hoy seguía existiendo.
Imagen: https://steemkr.com/steem/@jorgebarberab12/venezuela-folclore-y-tradicion
Cuento de mi autoría inspirado en la extinta etnia Caquetía, perteneciente a la familia aborigen de los Arawakos.
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