Capitulo 3: UNA FAMILIA COMO CUALQUIERA

in #relato6 years ago (edited)
Hay nombres que se adhieren a los seres que designan de forma tan automática que podría pensarse que andan flotando por el aire, transparentes, inaudibles, hasta que alguien tiene la necesidad de adjudicarlos o usarlos; entonces, en ese preciso instante, caen sobre el animal o la persona y se quedan para identificarle. Así pasó con “Juan Salvador Zamuro”. Ese nombre, seguramente, ya flotaba en el aire de mis pensamientos. Quién sabe en qué momento de mi vida ya había hecho el contraste, inconsciente, entre un zamuro y una gaviota; quien sabe en qué remoto momento de mi adolescencia se cruzaron varias líneas de un libro para dar como resultado que mi atención se desplazara hacia la belleza del vuelo de los zamuros, hacia la sabiduría que parecen tener y hacia la necesidad de incluir en la literatura metáforas que den cuenta de la perfección que hay en la diversidad. Por otro lado, el hecho de que aquel zamuro me produjera con su llegada un destello de salvación, hacía que, por antonomasia, el nombre le quedara perfecto.


Sin embargo, antes de tomar la decisión definitiva, Antonio y yo no podíamos dejar de estimular la imaginación explorando, entre risas, chistes y asociaciones literarias, el reservorio mental que alberga los nombres propios. Además, como no sabíamos el sexo del animal, queríamos examinar nombres de hembra con la intensión de ver si alguno le calzaba mejor y se imponía sobre el que ya habíamos elegido.

Los nombres trillados de ave -como Cindy; Tucki, Pichí, Alas negras- quedaron fuera de discusión, entre otras cosas porque no se trataba de designar a una mascota típica. Una de las ideas más divertidas fue llamarle “Elsa”, y cuando alguien nos preguntara la razón de ese nombre, contestarle simplemente que su apellido era “Muro”. Nada importaba que el nombre no llevara la letra zeta que le daría coherencia ortográfica a la doble composición; nada importaba que la unidad fonológica formada por la ligazón de un nombre femenino y un apellido, evocara a un ser masculino; nada importaba, más que reír. A esa fórmula inicial, le siguieron otras combinaciones parecidas: Elsa Murillo, Elsa Mural, Elsa Murote, Laza Murabella, María Lasa Mura. Y luego, cuando ya el pensamiento absurdo nos provocaba lágrimas y carcajadas, vino la tanda de combinaciones extranjeras: Con acento japonés: Geisha Murai; con acento árabe: Ayeh Lazamur; con acento italiano: Leizza Murano; con acento francés: Elsa Muur. Tampoco faltó el espontaneo despliegue cultural y humorístico de Antonio, deformando apellidos de personajes admirados para darle estatus a nuestro invitado; fue así como surgió: el Conde de Buitremont, por el Conde de Lautréamont; Ezequiel Zamuro, por Ezequiel Zamora y Juana la Salvadora, por Juana la Avanzadora.

Habíamos leído también, por aquella época, que en la mitología escandinava existe un gigante alado, de nombre Resfelgr, que habita el firmamento. Al parecer, ese nombre significa algo así como ladrón y devorador de cadáveres. Según cuenta la historia, los vientos y las mareas que experimentamos son producto de la extraordinaria presión que ejerce el aire sobre la tierra y el mar cuando el gigante bate sus alas para desplazarse. Ese arquetipo, ese símbolo, esa imagen primordial de un gran monstruo que nos sobrevuela e influye en los secretos del cosmos había cautivado nuestra imaginación durante varias noches; y entonces, cuando fortuitamente tuvimos en casa a un gigante alado que presuntamente devoraba cadáveres, y que con toda seguridad provocaría brisa, vientos y hasta huracanes cuando volara hacia su libertad, pensamos que se trataba de Resfelgr.

Cada nombre que pensamos llevaba consigo la carga de nuestro afecto. Sabíamos perfectamente que ninguna designación significaría algo para el animal puesto que no pretendíamos llamarlo, invocarlo, domarlo, amaestrarlo. Tampoco significaría algo para la gente pues no exhibiríamos al ave ni la utilizaríamos como un objeto de espectáculo. Simplemente pensábamos que, tal vez, con un nombre, sacaríamos a ese nuevo ser de la exterioridad anónima y lo incorporaríamos provisionalmente a nuestra familia. Después de todo, ese vestigio verbal de identidad que es un nombre, lo acompañaría siempre en nuestro recuerdo.

Así fue como Juan Salvador Zamuro fue adoptado, fue bautizado con un nombre propio, y comenzó a convertirse en parte de nuestro hogar. Diariamente lo alimentábamos con vísceras como corazón de res e hígados de pollo. Cuando intentamos abaratar la dieta con la incorporación de vegetales o restos de comida, Juan los rechazó categóricamente cerrando su pico y mirando hacia otro lado.

Cada día limpiábamos su jaula. Ningún esfuerzo por darle cierta comodidad era tenido por exagerado, pues con cada gesto intentábamos aminorar su posible sentimiento de extrañeza, encierro o abandono. Creo que Juan Salvador, con su inesperado despliegue de aparentes diferencias: con sus plumas en vez de piel; con sus pupilas reflejando un brillo que fusionaba instinto e inteligencia; con sus acercamientos vacilantes que revelaban su curiosidad ante nuestra presencia; con su compleja belleza rebelde, nos recordaba que nosotros –animales humanos- también somos pájaros en alguna dimensión de la existencia, fuimos pichones en otra etapa de la evolución, seremos aves en otra vida o quizás ya lo somos en el magma de la mente inconsciente. Cuidando a ese ser, podíamos ponernos en el lugar de su animalidad y darnos cuenta que no era fácil estar encerrado, viviendo entre miembros de otra especie, rodeado de estímulos ajenos a los que el devenir natural le daría.

La jaula estaba ubicada en el pequeño estudio de nuestro apartamento y la puerta del estudio permanecía cerrada. Dos gatas que vivían con nosotros no debían enterarse, más que por la supremacía de su olfato, de que había un nuevo miembro en la familia. Creímos que por ser Juan un pichón de ave, habría podido despertar en las gatas sus instintos cazadores y también temimos que por ser las gatas de un tamaño muy inferior al ave, hubieran podido ser agredidas o asustadas por los reflejos defensivos del zamuro. Si bien no es muy fácil imaginar que en la cadena trófica un gato se come a un buitre, ni un buitre a un gato -a menos que éste último esté muerto o moribundo- preferimos marcar distancia para evitar tensiones y posibilidades de enfrentamiento.

Nuestras gatas eran dos seres muy particulares. Desde muy chiquitas vivían con Antonio y conmigo. Como manteníamos una relación muy cercana, los cuatro compartíamos un mismo código de comunicación. Ellas no necesitaban hablar para expresar lo que querían ni para descifrar nuestras emociones y pensamientos. Nosotros no necesitábamos saber maullar o conocer el significado exacto de sus movimientos y sonidos, para entenderlas perfectamente y darnos a entender. Así que, por esta cualidad comunicativa inter-especie, no nos fue difícil explicarles que no debían interferir en el sub-mundo con olor a plumas que se estaba creando en el estudio.

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Cualquiera que tenga una relación muy cercana con su mascota entenderá lo exacta que puede llegar a ser la mutua comprensión entre un animal y su cuidador. Sin embargo, aquellas personas que nunca han convivido con gatos o que aun conviviendo no se han detenido a observar su singularidad mediante la lupa de la empatía, los clasificarán casi siempre mediante prejuicios negativos. Para designar a los gatos he escuchado adjetivos como: traicioneros, sucios, desalmados, trasmisores de enfermedades, portadores de mala suerte, destructores, incomprensibles, manipuladores, fríos, calculadores, desapegados, agentes del demonio. Y es que a los félidos les pasa lo mismo que a los catártidos, y lo mismo que a cualquier ser que se sale del molde de la generalidad: su pureza, sus marcadas distinciones, su poder para evocar lo profundo, los distancia de quien prefiere permanecer en la superficie de la experiencia humana.

…No digo que para alcanzar profundidad todo ser humano deba necesariamente establecer una relación cercana con un gato, con ave, con un reptil; no. Simplemente afirmo que la profundidad humana se toca cuando intentamos comprender y respetar las diferencias ajenas, estén éstas ubicadas en un animal, en un símbolo o en otra persona. Después de todo, creo que tal comprensión puede ser interpretada como el descubrimiento de la amplitud animal que se esconde en nuestro interior.

¿Qué clama la animalidad de nuestra alma? ¿no es acaso respeto? ¿no tenemos todos los seres humanos, sin excepción, un rumor interno -a veces violento, a veces delicado, a veces rugido, a veces canto; un rumor salvaje e indómito o un rumor domesticado y dócil- que desea decirle al otro que nos acepte con nuestras singularidades, con nuestras diferencias?. Queremos que respeten nuestras apariencias, nuestras formas particulares de vestir, nuestras costumbres y creencias, nuestros territorios, nuestros derechos, nuestra manera de ser. Esto es: queremos que respeten las escamas de nuestra alma, sus plumajes, sus pelos, sus pieles, conchas, antenas, membranas. Queremos que vean y palpen nuestra singularidad animal, y que no nos discriminen ni intenten dominarnos a causa de ella.

¿No somos acaso todas las personas oprimidas y olvidadas –las personas de edad muy avanzada, las personas de poca edad, las mujeres, las personas con discapacidad, las personas inmigrantes, las débiles, las enfermas, las locas, las raras, quienes viven al margen de la urbanidad, quienes pertenecen a comunidades indígenas, las personas cuya cultura o cuyo color de piel se distingue y se despliega estéticamente por encima de los vanos intentos de homogenización, las pobres, las que optan por una orientación sexual o por una identidad de género que se revela a los mandatos de la sociedad y de la iglesia- no somos todos y todas, de alguna forma, víctimas de un poder establecido que tiende a considerarnos inferiores, inútiles, salvajes, subyugables, molestas o aberrantes? ¿Y no ocurre esta discriminación por el simple hecho de que somos diferentes y tenemos necesidades particulares?

Pienso entonces que la resistencia de un animal a ser atrapado, cazado, sometido, confinado, maltratado, es la misma resistencia que tiene el alma humana a ser ofendida, oprimida, ignorada, o domesticada por la vía de anular el pensamiento crítico. Y afirmo que, cuando aprendemos a respetar a un animal que se nos presenta en el exterior, descubrimos la caricia del animal interno que lleva siglos luchando por no ser sujeto de opresión.

Pues bien, dos de las mil formas de mi alma animal fueron esos cuerpitos felinos que observaban cuidadosamente cada vez que abríamos o cerrábamos la puerta del estudio. Ellas, las gatas, se saltaron como siempre todos los prejuicios que los detractores de lo desconocido le adjudican y mostraron una gran consideración ante los rituales de cuidado que necesitaba Juan Salvador. Estaban siempre atentas a los límites que les indicábamos. Se acercaban hasta dónde se lo permitíamos y movían delicadamente sus pequeñas narices junto a esas vibrisas que adornan su hociquito. Al mirarnos, sus pupilas se agrandaban como lunas elípticas que se transforman en lunas llenas para abarcar todo el paisaje del que eran parte. Sus orejas parecían radares triangulares en busca de cualquier ruido desconocido, pero no se mostraban incómodas, ávidas, ni nerviosas.

A medida que pasaban los días Juan mostraba mayor fortaleza y las gatas mostraban menor interés por entrar al estudio. Fuimos conformando, poco a poco, una familia bastante atípica según los estándares tradicionales. Mientras la sociedad entera nos reclamaba a Antonio y a mí que tuviéramos descendencia humana, nosotros, convencidos de que no queríamos tener hijos, experimentábamos el parentesco con otras especies.

Existe todavía un fuerte mandato social que decreta que una mujer solo alcanza su realización con la procreación y que no hay mayor felicidad a la que pueda aspirar una pareja que la de tener hijos. Como Antonio y yo nos salimos de esa fórmula desde etapas muy tempranas de nuestra relación, fuimos etiquetados por mucho tiempo con la misma fuerza negativa que desprecia todo lo diferente. Pero nuestra decisión había sido tomada voluntaria y conscientemente. Sabíamos que, como toda renuncia, tendría consecuencias en nuestro futuro y debíamos aceptarlas con sabiduría. Sabíamos, por ejemplo, que si llegábamos a la vejez no habría descendencia que se ocupara de cuidarnos; sabíamos que, si uno de los dos faltaba, la soledad podría instalarse en nuestra morada como un carcelero despiadado que no recibe ni ofrece calidez y alimento. Sabíamos también que no tendríamos la posibilidad de escuchar risas infantiles, palabras que se aprenden a pronunciar, pasos que se agrandan y fortalecen. No podríamos observar cotidiana y minuciosamente el milagro completo del ciclo humano de la vida.

Pero el milagro de la vida se presenta de muchas maneras y nosotros elegimos conscientemente un camino diferente para experimentarlo. Y como las elecciones y el azar pueden amalgamarse como piedras que se unen para permitirnos el paso sobre un río, quiso el destino que a nuestro hogar llegara un gran pichón negruzco con un mensaje que aún no les he narrado.

Sort:  

Me has mantenido enganchada con esta historia. Gran nivel cultural observo durante el recorrido de la lectura. Continuo ansiosa para completar los capítulos, voy hacia el número IV.

En verdad eres amante de la lectura! Pocas personas hacen el seguimiento completo a una historia. A veces las dinámicas en las redes sociales tienden a favorecer las lecturas superficiales y rápidas, pero en cambio tú escribes y lees con detenimiento. Me alegra mucho compartir contigo. Te doy las gracias nuevamente.

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