Desafiando las supersticiones e impulsados por lo imprevisto del acontecimiento, nos dispusimos rápidamente a construir una jaula confortable. Nuestra creatividad estaba estimulada por la urgencia de ofrecer un lugar seguro a un ser asustado. En el automercado más cercano pedimos la caja más grande que tuvieran: -Una caja limpia y hermosa del tamaño del mundo - gritaba desesperado mi corazón desde la puerta del establecimiento comercial; mientras mi voz domesticada se dirigía con aparente tranquilidad al personal de seguridad: -por favor, dónde puedo conseguir una caja de esas que contiene mercancías de gran tamaño; una de esas que los proveedores entregan llenas y luego ustedes desechan cuando están vacías; necesito que esté en buen estado.
La enorme caja nos acompañó de regreso a casa. Con la ayuda de un cuchillo y una tijera abrimos ventanas en las paredes de cartón y dejamos la parte superior descubierta con la intención de observar al huésped. Con la rejilla que obtuvimos al desarmar un estante de la cocina cubrimos esas aberturas para que el zamuro no pudiera salirse cuando retomara su fuerza. Con tiras de papel periódico acondicionamos el interior del recinto y no dejamos de colocar un recipiente con agua fresca.
La primera refacción para el ave consistió en dos bistecs crudos que, como por artificio de magia, desaparecieron del plato al menor contacto con el pico. La rapidez con que engulló el alimento nos dejó sin la oportunidad de capturar alguna señal de degustación, placer o agradecimiento; pero fue esa misma voracidad la que nos permitió deducir que no estaba enfermo. Pensamos que su dificultad para caminar y volar podía deberse a una pasajera debilidad provocada por el hambre. Aun así, era menester llevarlo a un veterinario para que descartara golpes, torceduras o mudos dolores que pudieran dificultarle el ejercicio de su libertad. ¿Dónde conseguiríamos un veterinario que, sin cobrarnos el dinero que no teníamos, quisiera esculcar a un zamuro cuya apariencia zarrapastrosa enfatizaba las históricas asociaciones con la mala suerte y el desaseo?
Cualquiera podría pensar que en una ciudad como Caracas no abundan los ornitólogos especializados en buitres. La fauna salvaje y los animales que no requieren cuidados domésticos suelen ser olvidados por los veterinarios de la urbe. Sin embargo, cuando ya en horas de la noche Antonio y yo nos dirigimos con el zamuro a la Asociación Pro-defensa de los Animales, un experto en aves estaba sentado en su desolado consultorio, como si llevara años esperando el momento de nuestra llegada. Escuchó con atención nuestra presentación y, cuando con un destello infantil en la mirada se disponía a quitar la manta que cubría la caja en la que iba el zamuro, entró una pareja llorando a gritos, abrazando a un perro desmayado, envuelto en sábanas ensangrentadas.
El veterinario tomó al perro y desapareció detrás de una cortina. Afuera, relativamente cerca de nosotros, la mujer y el hombre dialogaban alternando sollozos, susurros, gemidos, dolorosos gritos y llantos paroxísticos. La conversación que Antonio y yo pudimos reconstruir uniendo la información en retazos que llegaba a nuestros oídos, nos hizo estremecer de espanto. El perro había llegado en esa mortal condición a causa de varias cuchilladas que le diera la madre de la dueña. Al parecer, el perro había mordido la mano de la señora cuando ésta trató de retirarle el plato de comida, y como ebria respuesta humana había recibido las puñaladas que lo dejaron sin sentido y fatalmente herido.
No pasó mucho tiempo cuando el veterinario salió del cubículo, se acercó a la pareja y guardó ese silencio funesto que precede a las malas noticias. No escuché explicación alguna, pero en ese instante todo el sufrimiento de la humanidad se concentró en la mujer. Trataba de refugiarse en el abrazo del hombre, pero se retorcía como si el dolor de la circunstancia le quemara cada parte del cuerpo. Con un nudo en la garganta comprendí que aquella mujer estaba experimentando una de las experiencias más tristes de la vida: la fractura de su hogar. Su mascota -que debía ser como un hijo de otra especie, un ser que ella había adoptado sin condiciones- había sido asesinada por su madre. Sin importar los detalles que hubiera detrás de ese fragmento de historia, la vivencia era muy difícil de asimilar.
No existe explicación racional para el misterio que en ese momento unía a dos parejas, con experiencias opuestas, en una sala veterinaria; una se despedía trágicamente de un perro y otra saludaba mágicamente a un zamuro; una sentía el drama de la violencia intrafamiliar y otra aprendía a hacer el lazo de la solidaridad y el parentesco.-La existencia es una gran esfera de muerte y vida- dijo Antonio mirando hacia la cortina tras la cual, seguramente, aún permanecía el cuerpo inerte de un ser que no volvería a intentar comunicarse. –Una esfera de muerte y vida- repetí mentalmente para procesar lo que pensé que Antonio había querido decir: era el devenir obligado de la existencia que los dueños del perro volverían a sentir alegría, en algún momento, con la llegada de un nuevo amor; y era el devenir obligado para nosotros que tuviéramos que enfrentarnos, en algún espacio ignorado del futuro, a la despedida involuntaria de algún ser amado. Con una mezcla de terror y esperanza tuve la revelación de que vida y muerte, alegría y tragedia, no son más que experiencias transitorias que, coordinadas por algo que aún desconocemos, contribuyen a crear la armonía absoluta del universo, que aún estamos por descubrir.
El veterinario despidió a la afligida pareja y se sacudió bruscamente, como si con ese gesto pusiera fin al evento que acababa de presenciar y retomara la concentración en el pajarraco que le interesaba. Con el alma revuelta, volví la mirada al zamuro. Aguardaba sin moverse dentro la misma caja con la que Antonio lo había capturado. La caja estaba llena de agujeros y cubierta por una tela de algodón. La oscuridad total tranquilizaba al animal de tal manera que parecía dormido.
-Es un ejemplar muy joven- dijo el veterinario apenas lo sacó de la caja, - ¡es un pichón!. Antonio y yo nos miramos mutuamente con incredulidad. Sabíamos que los pichones de zamuro eran blancos y mucho más pequeños. Antes de que pudiéramos protestar, el doctor prosiguió –ésta pelusita blanquecina que tiene en el copete son los plumones; hasta que no los bote, no podrá volar. Seguidamente el doctor palpó cuidadosamente todas las partes del cuerpo del zamuro. Desplegó cada una de sus alas como si extendiera y plegara el varillaje de un paraguas; tocó sus patas y giró su cuello con delicadeza y firmeza al mismo tiempo; iluminó sus ojos con el haz de luz de una pequeña linterna; abrió su pico con la misma destreza con que un cerrajero abre el seguro de una ventana y se asomó a su garganta como si mirara un paisaje extraordinario. Al terminar la inspección suspiró y exclamó: -¡qué maravilla!
-¿Cuándo podrá volver a su hábitat natural?- pregunté. Y la respuesta que obtuve no me dio la precisión que esperaba. La indicación fue alimentarlo y criarlo hasta que pudiera volar, pero el tiempo que eso podría llevar era indeterminado. ¿Es un zamuro macho o un zamuro hembra? inquirí nuevamente. Y otra vez quedé sin claridad sobre el asunto. Al salir del consultorio, Antonio y yo solo teníamos dos certezas: estaba sano y era un pichón a pesar de su gran tamaño. Su inesperada orfandad, de pronto, nos pesó sobre los hombros. No era lo mismo impulsar la fuerza de un zamuro adulto, que cuidar a una cría que, súbita y misteriosamente, había quedado sin la protección de sus padres. Adoptarlo hasta que se hiciera independiente, sería una tarea difícil y agotadora.
Por aquí dejaré mi huella. Me ha atrapado esta historia. Cada vez se torna más interesante. Espero ansiosa el final aunque he logrado hacer algunas inferencias y anticipaciones.