Cuando fui niña yo tampoco sabía volar. En el colegio huía permanentemente de mis pares como si hubiera tenido la certeza de que planeaban mi muerte. Me escondía detrás de mis sentidos como aquel zamuro se refugiaba en las sombras rectangulares de los automóviles. Yo no era igual a las demás personas, y aunque me daba cuenta que nadie era igual a nadie, me sentía acechada como si mi-forma-de-ser-en-el-mundo resultara ofensiva a la mayoría.
Quizás, de la experiencia de la propia exclusión surgió mi sensibilidad hacia lo diferente. Aquel animal fue para mí, desde el primer momento, una materialización de todas las grandes exclusiones de la humanidad. Parada frente a su angustiosa inseguridad me pregunté, qué pasaría si su plumaje fuera blanco y resplandeciente como el de una gaviota, si su tamaño fuera tierno como el de un colibrí, o si su comportamiento fuera admirable como el de un ser que ya está “completo”. Pensé entonces que, de ser así, tal vez, el zamuro tendría mejor suerte entre los seres humanos que ese día lo despreciaban.
El animal había caído en un sitio en el que resultaba diferente. Era desconocido. Provocaba miedo, porque sus plumas negras se revelaban ante el impoluto plumaje imaginario que la religión inocula con íconos angelicales. Provocaba asco, porque removía los prejuicios que levantamos los humanos para no enfrentarnos a los peligros de la libertad. Rechazado, temido, menospreciado y satanizado por esas personas, el zamuro estaba dentro de mí mucho antes de haber caído en el mundo material. Afuera ideaban formas de atraparlo, y adentro (en mi cabeza) ya él y yo retomábamos el vuelo e íbamos a jugar en el aire; a perfeccionar técnicas de vuelo como lo hicieran las gaviotas de Richard Bach.
A punto estaba yo de romper a llorar porque en realidad no podíamos escapar, cuando llegó Antonio. Lo vi aparecer en el estacionamiento con unas grandes alas negras plegadas en su espalda. Tuve que frotarme los ojos y volver a mirarlo para notar que tales atributos de ave eran producto de mi atribulada imaginación. Sin embargo, algo salvaje y celestial debieron ver en él las demás personas, porque ante su presencia cesaron los planes de encarcelamiento y destrucción. Al ver a Antonio todos guardaron silencio por varios segundos y luego una persona exclamó: “Llegó el que nos va a salvar”.
Sin necesidad de intercambiar palabras, Antonio y yo entendimos inmediatamente que, más que salvar a las personas del zamuro, debíamos salvar al zamuro de las personas. Y yo comprendí con una repentina luz que tocó mis entrañas, que el verdadero salvador era el ave de carroña, que había llegado a nuestras vidas para mostrarnos algo importante.
Antonio, como si hubiera dedicado su vida al arte de amaestrar buitres y catártidos, pidió una caja de cartón. El sortilegio que no abandona las buenas causas hizo que una caja como la requerida se encontrara a menos de 30 segundos de la solicitud. Antonio se armó de ella como quien lleva un cántaro para calmar la sed de los afligidos, persiguió brevemente al ave, y con una asombrosa puntería lanzó la caja sobre el cuerpo del animal, dejándolo adentro.
Comienza así una historia fantástica -pero totalmente verídica- que no tiene desperdicios; y de tenerlos, cuidaré que sean sabrosos para poder ofrendarlos, como manjar, al entrañable amigo que ahora lleva por nombre: Juan Salvador Zamuro.
Muy buena tu secuencia narrativa amiga. El uso de recursos literarios embellecieron y dieron vida al texto. La trama es atractiva, mágica, realista. Muy buena también la analogia que lograste hacer entre los personajes. Seguiré leyendo, creo que me esperan grandes sorpresas.
Qué bien, Belkisa! Me da emoción saber que me lees. ¡Gracias!