Al abrirse, el carillón que colgaba sobre la puerta sonó y, por lo brusco del movimiento, casi se regresaba y me golpeaba en la frente a modo de bienvenida. Mi mano se quedó suspendida en el aire, todavía cerrada en un puño, dispuesta a tocar otra vez —o a derribar la puerta, si era necesario— mientras paseaba la mirada por la habitación con la boca abierta por el sobresalto.
Me había recibido.
—Buenos días —dije con voz clara y firme, tras carraspear en busca de borrar la expresión tonta que había puesto, como si eso no se tratase de una intrusión.
No había nadie en el pequeño cuarto marrón frente a mis ojos, tan solo las partículas de polvo flotando en el aire y un extraño ruido de agua cayendo que se escuchaba en el silencio. Di un paso hacia adelante, intentando no vacilar, y el suelo de madera crujió levemente; el olor del incienso se me hizo perceptible desde donde estaba casi al instante. Arrugué un poco la expresión, a pesar de que debía esperármelo.
« ¿Dónde me he metido? », la pregunta se repitió con insistencia, como venía haciendo desde que había puesto un pie en aquél bulevar desértico. Miré sobre mi hombro a la calle sin un alma, evaluando otra vez la posibilidad de regresarme antes de que anocheciese. Había tiempo para salir de ahí y cerrar esa puerta, como si nunca me hubiese presentado. Pero el peso del maletín no me lo permitía; apretando como una soga mi cuello, era un llamado a mi memoria: se trataba de la última carta que me quedaba para jugar, la última oportunidad y, si había una pequeña posibilidad de que los rumores fuesen ciertos, entonces valía la pena.
Aunque, por otro lado, si todo resultaba ser otro engaño, volvería al tugurio para hacérselas pagar muy caras al informante; claro, de tener el tiempo antes de que me las cobrasen a mí.
—Buenos días —repetí, avanzando otro paso mientras elevaba la voz con mayor seguridad.
Giré la cabeza a mi derecha, luego a mi izquierda, como tratando de hallar a alguien escondido en el pequeño cuarto; con la seguridad de que no estaba solo me atreví a seguir caminando, después de todo, el espiral de gomorresina apenas empezaba a consumirse. La puerta no se habría abierto de no haber nadie allí.
Sin embargo, las únicas figuras que me regresaban las miradas eran las pinturas típicas de los augures que no podían faltar, colgadas por tradición una a cada lado en la sala. Amuletos de protección. Las observé atentamente, ambas tristes copias de los originales, llegando a pensar que esas en particular lucían más tristes que otras con las que me había cruzado... tal vez por sus no muy ligeros problemas de proporción. La capa del buen augur caía como helado derretido y la corneja del malo podía ser muchas cosas, menos un ave; los marcos de ambos requerían de una limpieza urgente. No pude reprimir un leve gesto de burla en su dirección, el par de augures siempre me habían parecido de muy mal gusto como talismán.
Alcé mi muñeca para observar la hora, pero recordé que había tomado la previsión de no llevar el reloj conmigo para evitar su "misteriosa" desaparición. Intenté dar con uno en la sala y fue cuando vi el clepsidra no muy lejos de mí; provocaba el sonido de lluvia que percibí al entrar, mas no sabía leer la hora ahí. Suspiré, sin contar ya con mucha paciencia ni tiempo para perder considerando los minutos que había estado esperando fuera.
« Si me voy ahora, tal vez pueda conseguir otro contrato y... »
Fue entonces cuando escuché el repiqueteo de los cascabeles. La puerta a mis espaldas se cerró, como guiada por una especie de viento surgido de ningún sitio, negándome en definitiva toda oportunidad de irme y despeinándome un poco. Corté el hilo de mis pensamientos: ya no podía marcharme.
Finalmente iba a comenzar.
Sospechando que aparecería a mi izquierda, siendo que era el lugar al que no miraba, preparé mi mejor sonrisa y volteé... para toparme con el cuadro del mal augur, que alzaba su bastón con un gesto de amenaza que antes no tenía.
—Lamento la demora. Asuntos que atender. —Escuché a mi derecha y apenas pude contener el respingo.
Justo quería evitar que me tomase por sorpresa y había ocurrido todo lo contrario, había logrado burlarse de mí. Detestaba cuando jugaban conmigo de esa manera y, ¿cómo no?, eran justo los de esa calaña a los que les gustaba perder el tiempo con ello.
Intenté no tomar una bocanada de aire exasperado y cambié la dirección de mi mirada, ampliando un poco mi sonrisa, dispuesto a contestar... de no haber sido por lo chocante de la imagen que se me presentó. Contrario a lo que me imaginaba, lo primero que vi fue a alguien vestido de forma completamente normal; si no contábamos los cascabeles que colgaban al final de las puntas de su cabello, habría descuadrado del todo con la imagen que estaba esperando: sin arabescos pintados con mal pulso por el cuerpo, sin túnicas de colores chillones o báculos enormes con intención de impactar. Eso sí era interesante.
—No se preocupe —respondí, a sabiendas de que la tardanza había sido deliberada. Decidí no disculparme por haber entrado sin haber nadie, después de todo, era ella misma la que me había abierto la puerta así como la había cerrado.
Me regresaba la mirada de evaluación, con una chispa ligeramente divertida en los ojos, pero sin revelar lo que estaba pensando. En ese punto, mi curiosidad creció considerablemente y creí, por primera vez, que sí me habían encaminado en esa oportunidad al lugar adecuado, cambiando radicalmente mi percepción inicial. Cosas extrañas se hallaban en sitios extraños, ¿por qué no iba a estar allí lo que buscaba?
Extendí mi mano libre.
—Eonas, viajante de sueños.
Ella la estrechó con firmeza, ladeando ligeramente la cabeza.
—Iquel, fabricante.
Me pareció ver que el augur detrás de ella bizqueaba, el bueno, transfigurando su expresión en una que reconocí: era similar, al menos, a la que yo había puesto al burlarme de ellos. Debí de haber recordado, en aquél momento, que los cambios en los augures eran predicciones.
—¿Nos sentamos?
Mi mirada se deslizó hacia su otra mano, donde sostenía la cajita. Por un momento, me pareció que el agua de la clepsidra se detenía.
En la mesa, entre ambos, se ubicaba tan solo mi maletín y el paquete negro, dejados como una muestra de que teníamos aquello por lo que nos habíamos citado. Ninguno miraba los objetos directamente, pero sabíamos que estaban ahí, y mi ansiedad ante la caja no hacía más que ir en aumento desde el instante en el que la había observado. Sin marbete alguno, sin resquicio para ver lo que contenía, sin más tamaño que el de la palma de mi mano y sin emanar ninguna clase de sensación mística o apabullante, no llamaba la atención en lo absoluto.
En mi cabeza giraba sin cesar la idea de lo que ese costurero podía contener. Necesitaba abrirlo y comprobarlo; ¿sería de algodón? ¿De seda?
Mas tuve que hacer un esfuerzo por mantener aquello en el fondo y permanecer en la superficie calmado, sobre todo en ese preciso momento; llámese instinto empresarial o tal vez por la manera en la que miraba, sabía con certeza, sin haber cruzado más que un par de palabras, que no se trataba de una presa fácil. No era tonta, no caería en juegos de palabras ni en los algoritmos comunes que solían usarse para obtener lo que quería de la gente de distritos como aquel y si permitía un desliz, si se notaba mi desesperación...
Entonces el conejo cazaría al zorro.
—Bien, supongo que el informante le explicó, ¿no es así? —pregunté, entrelazando mis dedos. No estaba muy animado para la charla inicial, el tiempo me apremiaba, pero debía tantear el terreno.
Ella asintió, con calma, aunque su expresión se tornó divertida.
—De no decirme nada, no estaríamos aquí —respondió en voz alta—. A veces resulta algo triste que la gente te contacte por algo que ni siquiera es de tu obra... —murmuró, fingiendo pesar.
Su sentido del humor, contrario a sentarme mal, me pareció algo positivo: un ambiente ligero era un comienzo que abría buenos panoramas.
—Se me dijo que usted tiene una buena colección. —No era cierto, nadie me había dicho nada de lo que ella hacía. Opté por ser un poco zalamero.
—¿Realmente? —inquirió, abriendo los ojos con sorpresa, una sorpresa extraña. Fue como activar una alarma, me había equivocado de alguna manera—. No se suele escuchar mucho eso, ¿sabe? —Puso su mano debajo de la mejilla, sosteniéndose la cabeza.
Contuve la necesidad de morderme el labio, me estaba incitando a seguir por el mismo camino.
—¿Por qué lo dice? —Hizo una pausa, antes de contestarme.
—No somos muy apreciados los creadores de pesadillas estos días.
Silencio. El carillón sonó con timidez ante la tensión que repentinamente se instaló; el reloj de agua tenía el mismo efecto que un metrónomo.
Desapareció todo rastro de simpatía que le pudiese manifestar en un comienzo, apareciendo con renovada fuerza la repugnancia por el sitio. Juré, juré y perjuré en mi cabeza contra el informante tras hacerme consciente de lo que estaba diciendo. Era una fobetor. Lo ahorcaría, ¡claro que lo iba a ahorcar! ¿Cómo era posible que me mandase ahí? Eso era, sin rastro de duda, una tomadura de pelo. ¿Buscaba terminar de aplastar la poca credibilidad que me quedaba a los ojos de los tejedores? ¿O le parecía extremadamente gracioso meterme en lugares de mala muerte? Si alguien se enteraba... Pero mis ansias asesinas se vieron interrumpidas por una idea súbita.
Aquel dato no había caído sin motivo y casi se pintaba una sincera sonrisa en mi cara al descubrir lo que aquello significaba. Mis sentimientos anteriores volvieron a cambiar como una veleta.
—Su trabajo es tan noble como cualquier otro —pronuncié, alzando tan beatíficamente como podía las comisuras de mis labios. Rogué por que la vena en mi frente no se hubiese brotado en un comienzo, con plena seguridad de que ella pretendía evaluar mi reacción.
—No se suele ver a gente que piense así. —Se recostó del espaldar de su silla, que chilló de manera quejumbrosa por lo vieja. No pude adivinar cuánta credibilidad habían adquirido mis palabras.
¿Lo positivo? Me concedía el permiso a mí mismo de acelerar. Averiguar si estaba siendo timado o no solo necesitaba de encauzar el diálogo con las palabras correctas.
—Una pena.
—Todo por rumores falsos, ¿no le parece? —dijo, inclinándose como si fuese a contar un secreto; sus ojos eran negros, tal vez como las alas que ocultaba bajo la ropa—. Clasificarnos a nosotros como los que dañan la obra... a veces a los tejedores les surge la pasión por la creatividad.
Al escucharla, el efecto fue instantáneo: sentí un escalofrío ascenderme por la espalda.
—No me corresponde decirlo —respondí con tono cortante, sin reprimirlo, rápidamente.
Ella me miró un momento, con demasiada fijeza, antes de soltar un "ups", como recordando casualmente que hablaba sobre mis propios jefes y, no solo eso, sino sobre los regidores. No me gustaba, decir esa clase de cosas era peligroso incluso para fobetores, por más que les dejasen hacer lo que quisiesen.
—En fin, no estamos aquí para que yo le hable de mis pesares. Ha venido usted por esto. — Sonrió, a modo de disculpa, luciendo avergonzada y tomó el costurero negro de la mesa, ahorrándome el trabajo a mí de cambiar de tema.
Agitó la caja sin brusquedad, junto a su oreja, y contuve la respiración. No salió ni el más mínimo ruido, nada se chocó contra sus paredes; me pregunté si era que no producía sonido realmente o si era porque ella la tenía en sus manos. La volvió a dejar donde estaba antes.
—¿Puede confirmarme que es lo que me ha dicho el informante? —inquirí, sin darle muchas más vueltas, siguiendo con la mirada cada movimiento.
Abrió las manos, con las palmas hacia arriba, casi en un gesto de indulgencia.
—No puedo abrirla.
Y fue suficiente para que yo me lo creyese. Era, realmente lo era, y las manos me picaban por obtenerla; que ella no pudiese abrir el costurero por su naturaleza lo decía todo. Estaba salvado.
—¿Cuánto pide? —pregunté, sin remilgos.
Tan sencillo, con eso iba a volver a la carrera, eso sería suficiente para rescatar mi pellejo. Y lo había logrado con horas de adelanto a la estipulada, tenía certeza sin necesidad de saber leer la clepsidra.
—¿Cuánto ofrece? —replicó, como un disparo.
Al salir el monto de mi boca y verla ladear la cabeza, toda la emoción fue drenada repentinamente. Esa no era la cara de una persona convencida.
Los cascabeles tintinearon como risitas.
—¿Por tan poco? —Su expresión denotaba confusión, como si le hubiese planteado una cosa totalmente ilógica. Tardé en responder, tratando de recuperarme del modo en el que me había chocado contra la pared.
—¿Poco? —inquirí a mi vez, con una mueca divertida, escondiendo la angustia surgida por la negativa.
—Digo, pensé que realmente estaban interesados en esto, ¿y es eso lo que piensan que vale? — Señaló el paquete y frunció el ceño, como si le doliese más que a mí el recibir esa contestación.
Sus codos reposaron sobre la madera y, por los destellos de su iris, sabía que ella tenía una creencia que no se alejaba mucho de la realidad. Podía exigir cuanto quisiese, porque yo estaba dispuesto a dar lo que fuese por ello. Pasó de refilón la idea de que el informante le hubiese contado sobre mi situación, seguro de que mis gestos no denotaban el azoramiento que me acuciaba, pero ya con plena consciencia de que hacía tiempo que ella conocía lo que me pasaba.
¿Podrían los fobetores oler el miedo?
—Interesados estamos pero, ¿no le parece insensato tirar más alto? —Me atreví a morder, fingiendo tener yo cierto mando sobre la situación, un mando que no existía—. Nadie daría lo mismo.
—¡Oh! —exclamó, como si hubiese dicho alguna impertinencia—. Si es así, permítame hacerle otra pregunta: ¿por qué tendré, pues, tantas ofertas por esta cajita que no vale nada?
Quise gruñir. Bueno, estaba claro que no era el primero que se presentaba ahí con esas intenciones. No me sorprendía, ni creía que fuese una estratagema. El valor del contenido de la caja era extremadamente alto: no solo significaba para mí el asegurarme unos años más de vida, no; tampoco era meramente un objeto que te pusiese en una alta estima con los tejedores. Ese hilo tenía la facultad de cambiar toda la obra.
Tejerlos con él los arreglaría. No por nada había estafado yo tantos años con réplicas engañosas, no por nada estaba bajo la guillotina en ese momento con el tiempo medido.
Siete días me habían dado para encontrarla, para obtener aquello que muchas veces ni en mil años se hallaba. Esa pequeña caja negra, de las cuales habían contadas con los dedos desperdigadas por el mundo. Me había tenido que arrodillar ante el asqueroso informante, me habían estado siguiendo...
Al alcance de mi mano, surgida de la nada, pero sin poder tocarla y en posesión de una oneiros que parecía regocijarse en el sufrimiento ajeno.
—Me parece... —Mi voz me sonó ahogada, no estaba saliendo con la soltura que necesitaba. De alguna manera, el incienso hedía con mayor intensidad—. Me parece que no he dicho que no valga. Le estamos ofreciendo un buen trato, ¿no?
Nuevamente sus cascabeles tintinearon cuando negó con la cabeza. Me mordí el interior de mi mejilla.
—Están tratando de timarme, que es otra cosa. Sé, por más marginados que nos tengan de la sociedad, lo que esto significa para ustedes.
Juntó sus manos y miró al techo, parecía no dar con algo, como si no le llegase una palabra a la boca.
—¿Cuál es el nombre extraño que les dieron a esos muñequitos chistosos? ¿Cómo es que se llama la criatura de la compañía para la que trabaja?
Me congelé. Lo sabía. Sentí el calor desaparecer de mi cara en cuando mencionó a la criatura... ella sabía sobre la creación.
—¿Empezaba por "a"? —inquirió, con un tono inocente que sonaba sincero—. ¿Anthropos? ¿Se llama así su proyecto?
No abrí la boca, trémulo. Una media sonrisa se dibujó en su rostro, una abiertamente maliciosa que rompía la máscara de ingenuidad que había estado manteniendo. Agitó la mano en el aire, como si le fuese inútil el tratar de acordarse, pero claramente conociendo que había dado en el clavo.
—El punto es que está fracasando, ¿verdad? Demasiados defectos, demasiado difícil y en gran parte por el montón de sueños falsos que usted ha llevado a los tejedores. Una obra hecha de pesadillas y mentiras. —Me señaló con un dedo, su voz era cantarina, como desde el comienzo—. Usted está en un gran aprieto.
Su silla crujió, el carillón sonó y de soslayo percibí un movimiento en las imágenes de los augures que, desde el comienzo, tal vez trataban de decirme lo que se avecinaba. Un ataque, me había dicho el malo; una burla, había indicado el bueno.
La fobetor, la creadora de pesadillas, tomó la caja y se levantó de su silla con gracia, dando un pequeño saltito. Me había agarrado por la cola, y no pretendía aflojar.
—El agua de la clepsidra se acabará pronto —señaló, burlona, indicando con todo eso que me era mejor no vacilar demasiado. Tieso, como hecho de piedra, esperaba su última sentencia.
Acercó lentamente el paquete a su oreja, lo agitó, esperando tal vez lograr comprender lo que había dentro... Pensé que, dentro de la típica insensibilidad que poseían los fobetores, le fuese incapaz de ver el motivo del revuelo por algo como eso, el motivo por el que aquello podría modificar tantas cosas. ¿Cómo había llegado ese paquete a semejante ser? ¿De dónde había aparecido?
—Repetiré una pregunta, ya que parece que ha perdido su lengua. —Apoyó una mano en la mesa y se inclinó hacia mí, acercando su rostro, mostrando toda su hilera de dientes—. ¿Cuánto ofrece por esta cajita de Pandora? ¿Cuánto ofrece por los hilos de esperanza que contiene?
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