Hita, es uno de esos pueblos de la Alcarria donde todavía, a poco que el viajero preste atención a las conversaciones de las comadres, cobijadas a la sombra de unos porches, cuya madera, dura como el espino, hace tiempo que desechó de su dieta la pantagruélica termita, escuchará todo tipo de historias fantásticas, que le harán sentir, de alguna manera, que el tiempo, como decía Borges, es una metafórica concha de caracola, donde el Ayer es el Hoy y también el Todavía.
No es de extrañar, por tanto, encontrarse, además, con personajes variopintos, que incluso antes de que nadie les pregunte, en sus labios persevera, presto a salir con la celeridad de la lengua de un áspid, el juramento de que en las noches de mayo, cuando la luna dibuja sayales blancos en el empedrado y los pensamientos y las caléndulas coquetean con el suave viento del sureste, que baja con metódica languidez de las ruinas del viejo castillo, en el Paseo de la Virgen de la Cuesta, los fantasmas de Doña Endrina y del Arcipreste, coinciden y no por casualidad, para continuar con aquéllas pláticas, que lejos de ser banales, dieron tanto que hablar estando vivos.
A quien no haya puesto nunca los pies en esta antigua, rancia población alcarreña, le diré, que el Paseo de la Virgen de la Cuesta se extiende, metro más milla espiritual menos, entre las ruinas de la vieja iglesia de San Pedro –de cuyos orígenes románicos, no queda ni el recuerdo del canto del gallo- y el armatoste mudéjar, con torre churrigueresca y ciertamente modificado sin causa aparente que justifique esa innoble coz en el Tratado de Arquitectura de Vitrubio, de la iglesia de San Juan.
Menos distante de la primera y quizás más repintada que una Nancy apoyada en el quicio de la puerta de un lupanar, la antigua casa del Arcipreste, recurriendo a ese noble alguacilillo que es la metáfora, es como un faro que refracta sobre sí misma, toda la blanca palidez, que al decir de los astrólogos, hace de la luna el hogar predilecto de todas aquellas almas perdidas que fueron incapaces de encontrar su propia estrella cuando todavía estaban vivas.
No obstante lo dicho y lejos de parecer tan nefastamente terroríficos como aquéllos otros, que según dicen, forman la Santa Compaña –la Estantigua o procesión de almas en pena- los fantasmas del Archipreste y de Doña Endrina, podrían pasar perfectamente por personajes reales que acabaran de salir del viejo molino, sin haber tomado la precaución de sacudirse de encima ese testigo tan enojoso e indiscreto, como es el polvillo de harina.
En esa tesitura, cuando hasta el gato de la tía Basilisa –frustrada su ambición de alcanzar a colarse en la despensa y sin ánimo para emprender la agotadora misión de intentar atrapar topillos en la socavada colina- se ovilla en el cesto de mimbre que tiene por cama junto al agujero de la puerta y las farolas son como un reloj de luna que marcan las silenciosas horas de la noche en el desierto pavimento de la Plaza, desaparecida también hace tiempo la figura de ese búho humano que era el sereno, dos sombras se encaminan hacia la puerta medieval de Santa María –aquélla mandada levantar por el primer Marqués de Santillana, en 1441- y sentándose sobre los escalones del rollo jurisdiccional o picota, contemplan arrobados una planicie, que marca canas al ser alcanzada ocasionalmente por algún rebelde rayo de luna.
Como ya le sucediera en vida, el pálido rostro del Arcipreste se ruboriza cuando los ojos de Doña Endrina se posan en los suyos y tiemblan sus labios cuando siente su aliento, aunque éste sea de origen sobrenatural. Tanto monta monta tanto, el pecho de Doña Endrina sube y baja espasmódicamente, amenazando con salirse del estrecho escote de su traje azul de tafetán.
Detrás de ellos, y ocultos en las alacenas, en el fondo de los baúles y entre los pliegues apolillados de las viejas cortinas recogidas en el zaguán, los fantasmas de los vigilantes de la Puerta de Santa María, ahora inquilinos de las casas levantadas a la vera de sus hermosas piedras de cantera, repiten entre susurros, aquellos floridos versos que el Arcipreste compusiera, seguramente pensando en Doña Endrina, y que decían tal que así:
‘en la cama mun loca, en casa mun cuerda:
non olvides tal dueña, más d’ella te enamora.
Esto que te castigo con Ovidio concuerda
E para aquesta cata la fina avancuerda’ (1).
Notas, Referencias y Bibliografía:
(1) ‘En la cama muy loca, en la casa muy cuerda: no olvides tal mujer, sus ventajas recuerda. Esto que te aconsejo con Ovidio concuerda y para ello hace falta mensajera no lerda’. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. Ésta, así como otras hermosas estrofas de poesía medieval, se encuentran recopiladas dentro del famoso Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita.
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Esa ultima flor the ha sacao la lengua!
Es verdad, es una flor desvergonzada
Hermoso amigo @juancar347, hasta lo que debería aterrorizar se lee bien. Gracias por compartir parte de tus conocimientos.
Bueno, no todas las historias de fantasmas tienen por qué ser tétricas o horrorosas. Lo fantasmal, después de todo, también tiene su lado romántico y encantador. Muchas gracias por tu amable comentario