Es confuso, inexplicable y hasta vejatorio darnos cuenta que en más de cien años de historia, el derecho a expresarse, a emitir juicios y a señalar la realidad que impera en nuestra nación y en las localidades más desprotegidas, siga siendo empañado por esa actitud cesarista de controlar las masas, impulsadas con la finalidad de desacreditar, perseguir y corromper el quehacer periodístico y comunicacional. Todo ello, como un arma de presión para ocultar la verdad.
Basta con remontarnos a esas visibles, ásperas y crudas vivencias que marcaron la primera mitad del siglo XX, amuralladas en un gran descontento social y en una exagerada persecución contra aquellos que contradecían o hacían frente a la que denominamos “la era pre y post-gomecistas”, una época en la que aquellos hombres con inquebrantables ideales de libertad eran premiados con el atrincheramiento, la prisión y el exilio.
Esa necesidad insoslayable por evitar que la prensa logre su ulterior propósito que es el de informar y, al mismo tiempo, impedir al ciudadano la posibilidad de pensar y opinar, no es para nada ajena a la realidad que hoy padece Venezuela, gravemente ensimismada en una guerra librada por el gobierno actual para combatir y deshacerse de aquellos medios que, a su juicio, son los principales desestabilizadores y causantes del deterioro de la nación.
Tal despotismo comunicacional se ve representado en la actualidad por los más de 49 medios que han sido cerrados en lo que va de año de acuerdo a datos aportados por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa; recreando así un escenario propio del otrora autoritarismo, pues se pone en evidencia aquellas palabras esgrimidas por el entonces ministro de comunicación Andrés Izarra, en el año 2007, al asegurar que “…todas las comunicaciones tienen que depender del Estado como bien público”.
Así pues, las declaraciones anteriores, eran apenas el preludio de la hegemonía comunicacional que se nos venía encima a través del indubitado cierre de medios, el inicio de procedimientos administrativos sancionatorios o la compra de empresas de comunicación por medio de intermediarios, con la finalidad de que éstos les fuesen complacientes y benevolentes frente a los actos de corruptela que son evidentes ante la opinión pública.
En el fondo, lo más insólito de todo es que ese viejo duopolio mediático que éste régimen forajido tanto ha criticado, ha sido desplazado por un orden comunicacional que le sigue los pasos al proceso de desinformación impulsado por el comandante de sabaneta, caracterizado por una alta inversión estatal centrada en el cierre de fuentes informativas y en la generación de mecanismos de censura y autocensura; entre los que destaca el monopolio del papel periódico en manos de la Corporación Maneiro.
En este sentido, una gran cantidad de medios impresos se han sumado a esa larga lista que se han visto obligados a dejar de circular debido a las cuantiosas amenazas provenientes de factores adeptos al gobierno, aunado esto a la falta de las rotativas necesarias para poder seguir en circulación. Generando así una matriz de intimidación característica de los regímenes totalitarios, utilizada como una estrategia de control social al mejor estilo de Gómez.
No conforme con lo anterior, el gobierno ha utilizado su poder jurídico, en manos de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones, para hacerle frente a todo aquél que sea una “amenaza” de cara a los lineamientos partidistas neodictatoriales. Para muestra de ello, canales como CNN, NTN24, CARACOL TV o, más recientemente, emisoras Mágica 99.1 FM y la 92.9 FM fueron sacados del aire al no renovarles la concesión, constituyendo un acto que, desde nuestra perspectiva, vulnera gravemente la libertad de expresión.
Entre tanto, la espuria Asamblea Nacional Constituyente también ha asomado la posibilidad de comenzar a regular las redes sociales; propuesta que, para sorpresa de muchos, o tal vez no, ya había sido promovida por la ex fiscal de la República Luisa Ortega Díaz en el año 2015 al expresar que “…este tema de las redes sociales hay que regularlo, pues la conducta del hombre en sociedad debe ser regulada”.
A ese respecto, el problema que nos atiende es, que si bien la conducta de la persona debe ser regulada, las libertades inherentes al derecho natural y adquirido jamás pueden ser coaccionadas, y en ella se encuentra inmerso el derecho a informar y a ser informado. Pues, cuando se traspasa ésta barrera, una de las principales garantías expuesta en nuestra carta magna como lo es la libertad de expresión, se vulnera.
En consecuencia, diversas organizaciones internacionales han denunciado, entre ellas Freedom House, que Venezuela posee la más baja calificación de libertad de prensa en la última década y aseveran que “…en medio de una crisis política y económica que ha ido empeorando en el país, periodistas frecuentemente se han visto amenazados y reporteros han sido atacados por policías y grupos armados”. Siendo Elyangélica Gonzalez, Hector Caldera y Alba Cecilia Mujica alguno de los rostros más representativos que han caído en las garras del autoritarismo comunicacional.
En referencia a lo anterior, podemos constatar el sistemático atropello del cual han sido objeto muchos profesionales de la comunicación que se han tenido que debatir entre el silencio y el exilio tras la escalada de violencia en su contra, siendo completamente condenadas por la Organización de Naciones Unidas y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
En resumidas cuentas y sin lugar a dudas nos atrevemos a decir que, si Rafael Pocaterra estuviese vivo, seguro estaría sumergido en un completo “deja vú”, en el que Braulio Jatar encarnaría el padecimiento insensato de aquél periodista, político y novelista que escribió las “Memorias de un Venezolano de la Decadencia” en los alrededores de la Rotunda; solo que aquél lo hizo en medio de una dictadura sin tapujos, mientras que el periodista del siglo XXI lo hace en una pseudodemocracia.
El miedo es libre, dicen algunos; pero cuando éste se acobija en ese sentimiento, las libertades individuales son coartadas. Tal y como lo formulaba Rousseau “si cuando un pueblo, suficientemente informado, delibera, y los ciudadanos no tienen ninguna comunicación entre sí, es capaz de producirse el desvarío revolucionario cuando una sola persona cree encarnar la voluntad supuesta, la voluntad presunta del pueblo, es decir, la voluntad general”, dando origen a una conjura comunicacional.
Editorial Por Francisco Rojas
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