Y cuando los años tocaban sus huesos, y su piel ya no era tan tersa, se dedicó a sólo ver el tiempo pasar frente a su casa. Sentado en aquella mecedora de bambú que crujía tanto como sus rodillas. Un día observó la sombra que daba aquel frondoso árbol en su jardín. Comprendió el porqué la insistencia de los pájaros en su revolotear. Se dibujaba claramente un reloj sobre el césped, y la hora que marcaba eran las tres. Recordó las palabras de aquel anciano relojero, en el pueblo de El Encanto, en algún lugar del mundo, cuando le dijo: "Cuando el tiempo se detenga, lo hará a las tres, seguida de diez minutos. Y los pájaros vendrán a tu encuentro, porque entre todos, te darán las suficientes plumas para emprender el viaje". Diez minutos después, aquella silla dejó de mecerse para siempre.