Percatarnos de las muertes ajenas puede ser visto como una llamada de atención: memento mori, carpe diem, collige uirgo rosas, tempus irreparabile fugit… Visto desde este punto de vista la muerte puede llegar a ser un aliciente para que nos pongamos en marcha. Sin embargo, hay algo más.
La muerte supone tener que continuar viviendo sin la persona que ha expirado, pudiendo llegar a ocasionarnos un dolor inmenso que, a veces, sólo se cura tras muchos años, demasiados, y, aun así, deja enormes cicatrices en el alma. En esos casos tanto el creyente como el agnóstico, e incluso el ateo cuasiconvencido, por muchas dudas que tengan sobre las cuestiones sobrehumanas, guardan una esperanza del “retorno” o “llegada” tras la muerte a un espacio en el que el reencuentro con el ser querido sea posible.
La finitud de la vida es una cuestión que ha atormentado al hombre durante milenios, motivo por el cual, de una forma u otra, se ha tendido a pensar que la muerte no es el final de la existencia, sino una trasformación de esta hacia un nuevo modo de existir, ya sea mediante reencarnación o accediendo a otra esfera de existencia ajena a la sensible. Sea la forma que sea en la que esta transformación sea considerada, queda un rastro invisible del difunto entre quienes aún siguen vivos, una suerte de esencia que protege a la familia y/o a la comunidad siempre que estas hayan realizado los ritos mortuorios de manera adecuada.
Y es que desde esa forma especial de la existencia los difuntos son capaces de realizar actos que los mortales, por sus limitaciones físicas, aún no pueden hacer; es por ello por lo que en las maldiciones mágicas se invoca a los espíritus de los muertos, especialmente a aquellos que han tenido una muerte violenta o una vida inconclusa (quienes quedan a medio camino de la vida y la muerte), pues a causa de ser entes inmateriales o, al menos, no sólidos, son capaces de sobrepasar cualquier barrera por ancha o alta que sea. Claro que, en los países en los que el cristianismo ha generado fuertes raíces este tipo cosas ya no son tan habituales. En ellos los muertos siguen ayudando a los vivos, pero sin necesidad de maldecir al vecino, pues sólo son intermediarios entre el suplicante y un Dios todopoderoso y benevolente que concede sus dones si la súplica le convence.
Estas creencias no son sino una forma de razonamiento religioso que tratan de ayudar al hombre a continuar esforzándose en una existencia que está encaminada a una muerte irremediable, pues la religión no es sino un hecho social que trata de conectar a las personas para que el tejido se mantenga firme. Esto es fácilmente reconocible en las sociedades antiguas, en las que no existía ninguna diferencia entre religión y poder civil (más que nada porque no existían las herramientas conceptuales necesarias para entenderlo). No fue sino gracias al cristianismo y al desarrollo de la burocracia moderna cuando la humanidad se pudo plantear la separación entre la religión y los poderes civiles.
Pero de eso hablaremos más adelante.
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