“La vida puede ser tan simple como un segundo en el reloj, pero cuando hemos estado cerca de la muerte, cada palabra cuenta, cada mirada cuenta, cada momento cuenta, para valorar la vida misma”.
He experimentado muchas situaciones que han puesto a prueba mi fe, he visto manifestaciones fuera de este mundo, milagros y demonios, lo que menos te imaginas. Pero lo que nos sucedió, hace más de diez años, transformó nuestras vidas para siempre. No fui yo sola, todos vimos y sentimos lo mismo, todos fuimos testigos, todos fuimos a la batalla entre la luz y la oscuridad, todos sentimos la presencia de Dios y su amor en su plan, en la fe, en un solo signo, una palabra, una mirada y nos salvó…
Era el principio del 2005, las flores estaban en su pleno esplendor, había dedicado todo mi tiempo libre a cultivarlas, a llenar de verde y rojos las jardineras de las ventanas. Mis tres hijos retozaban entre los portales de los vecinos y el asfalto de la calle. El día era luz, alegría y calma, pero la noche… la noche era eterna.
Nos habíamos mudado a una nueva casa, alejada de la ciudad, y día a día batallaba con ser una “buena nueva” ama de casa, pues siempre viví con mi madre y estaba acostumbrada al gentil apoyo maternal.
Siempre me tomaba la noche haciendo los oficios típicos, un esposo, 3 pequeños y 2 perros. Cuando el reloj sonaba sus 9 campanadas, los pequeños ya estaban bajo las cobijas y deseándonos buenas noches. Mi esposo Ernesto iniciaba la lucha entre despierto y dormido frente al televisor, y yo apenas comenzaba las faenas. Recuerdo era domingo, las cestas de ropa por lavar y planchar estaban casi al día y, mientras veíamos una película de suspenso, terminaba de guardar el último lote de camisas. Eran las 11:48 de la noche, ya todos dormían y me disponía a guardar la ropa cuando, al caminar hacia los closet, en la oscuridad profunda del pasillo, pude ver y sentir dos grandes ojos amarillos que en un instante paralizaron todo mi cuerpo.
Fue eterno el cruce de mis ojos desorbitados con aquella mirada de fuego, mis intentos por gritar eran reprimidos por mi parálisis total, mis pies estaban entumecidos y mis piernas eran dos témpanos de hielo… poco a poco los ojos se iban acercando a mi rostro. Entre el negro intenso del pasillo, podía sentir su jadeo caliente y nauseabundo que erizaba mi piel, las gotas de sudor corrían por mi espalda y el hedor parecía penetrar cada poro de mi rostro provocando un intenso ardor... los intentos fallidos de gritar eran esfuerzos sin resultado, podía escuchar los ladridos de Harry y Samanta desde un lugar que no podía ver... mis latidos eran estruendo para mi pecho que no encontraba ritmo, hasta que su voz aguda y chillona me dijo solo dos palabras: Son míos...
Caí de rodillas y al levantar la mirada, aquello que me acercó al infierno, había desaparecido. Me levanté, entre la ropa tirada por todas partes, y corrí al cuarto contiguo, donde dormían mis hijos... y allí estaban, intactos, arropados, soñando, tranquilos. No podía dejar de temblar, no podía dejar de sentir pánico en mi estómago, fui a la sala y encendí todas las luces, mientras buscaba el viejo libro de oraciones de la abuela. Recé con devoción un exorcismo antiguo y me fui calmando poco a poco volviendo, con paso cansado, a la cama. Busqué el regazo de mi compañero balbuceándole mi historia que con sus fuertes brazos acallaron mi angustia. No supe en qué momento me dormí, y tampoco estaba segura si lo había soñado o había sido tan vivido como sentido.
Salió el sol y entre desayunos y cuadernos se hizo la mañana, pero no pensamos que la salida a la escuela se retrasaría mientras buscábamos a Harry, nuestro perrito chihuahua, que, por el cansancio de la noche, estaría aún dormido. Buscándolo bajo los sillones apareció casi desmayado, tirado en el piso, tenía desprendida toda la piel de su lomo, era una gran quemada, como si una ráfaga de fuego dirigida hubiese hecho una perfecta línea de dos dedos de ancho por todo el recorrido de su columna vertebral. Él no se quejaba, solo nos miraba con ojos de súplica como pidiendo que calmáramos su dolor, mientras su compañera Samanta lamía la profunda herida. Salimos de prisa a buscar al veterinario quien, al revisar, no daba fe de mi historia, y entre sus palabras hirientes, sugirió que un accidente casero estaba oculto en mi testimonio.
Agotados por el trajín del día, volvimos temprano a casa y todos colaboramos para poner al día los quehaceres.
Mientras Valentina regaba las jardineras, Nany ordenaba la cocina y le daba la merienda a su hermanito. De pronto escuchamos un grito aterrador que nos hizo correr desesperados al jardín, donde horrorizada, pude ver los centenares de gusanos deslizarse por las hojas de las marchitas flores. Estaban quemadas, como si un incendio extinguiera sus últimos impulsos, no había verde alguno en los geranios y las caléndulas que adornaban la ventana del dormitorio de mis hijos. Los gusanos hervían desde las raíces sin tener un foco de proveniencia, solo habían invadido el espacio yermo. En ese momento supe que la batalla había comenzado entre las puertas del infierno y las puertas de mi corazón.
Era evidente que algo había entrado a la intimidad de nuestro hogar, era evidente que una energía putrefacta quería alimentarse de la pureza de mis hijos y de mi familia.
Ernesto se encargó de deshacerse de la repugnante escena, mientras una deliciosa merienda calmó a los pequeños. Cambié la ropa de cama del cuarto de los niños, rodamos los gaveteros y tapamos la ventana con cortinas improvisadas para evitar recordar el episodio. Un olor putrefacto entre las sábanas me hizo lavarlas esa misma noche y las extendí en las cuerdas del patio para que se secaran. El habitual ritual de descanso se adelantó, estábamos exhaustos y todos nos fuimos a la cama antes de las 9:00 p.m.
Abrí los ojos recordando buscar el libro de oraciones de la abuela cuando escuché las doce campanadas del reloj, y mis piernas comenzaron a helarse instantáneamente. Ernesto ya estaba despierto y con sus desorbitados ojos me señaló el techo para escuchar el sonido de los pasos fuertes y lentos que invadían la noche. Se podía distinguir entre las garras que rasgaban las tejas y el arrastrar del cuerpo pesado y tenso. Un graznido ensordecedor nos hizo saltar de la cama y corrimos al cuarto de los niños, donde encontramos al pequeño Manuel ahogado entre el humo y el hedor. Ernesto tomó a las niñas en sus brazos y salimos de la casa, yo cargaba a Manuel, dándole los auxilios respiratorios mientras conducíamos hasta llegar a la clínica.
La crisis de asma pasó al día siguiente, y todos regresamos a casa a pesar de nuestro confuso mal recuerdo. No queríamos volver, pero debíamos enfrentar aquello que nos estaba robando la paz.
Encontramos las sábanas tiradas en el jardín, perfectamente picadas a la mitad, y aún las cuerdas humeaban los restos de su alta temperatura. Las bombillas de los cuartos no encendían, parecía que un desperfecto eléctrico hubiese hecho un corto circuito. Toda la comida de la alacena había desaparecido y Harry y Samanta no estaban en la casa. Nadie había forzado las puertas, y lo peor era que aún alguien estaba adentro y nos observaba. Solo pasaron cinco minutos y el hedor comenzó a intensificarse, los graznidos iban aumentando cada vez más, el mal olor y el calor eran insoportables. Tomé de nuevo a mis hijos para salir de aquel infernal episodio, y mientras Ernesto buscaba las llaves se trancaron los cerrojos de las puertas, no teníamos salida, los niños lloraban desesperados mientras Ernesto quedaba atrapado de algo que no podía ver, luchando con las grandes garras que apretaban y perforaban su cuello.
Paralizados de pánico veíamos como se desangraba, sin darnos cuenta que dos brazos con escamas repulsivas comenzaban a apretarnos, mis hijos y yo quedábamos sin aire poco a poco, yo los protegía con mi cuerpo, abrazados en medio de la nefasta escena, al mismo tiempo que las garras afiladas aruñaban mi espalda. La Arpía se había descubierto en el umbral de la noche, dejando ver su infernal y asqueroso cuerpo deforme, sus afilados dientes goteaban la viscosa y hedionda prueba de su desalmada existencia, entre la sarcástica risa graznida de la victoria por haber atrapado a sus presas. Ya sin fuerzas, miré a mis hijos resignados, y con mi último aliento de madre, lleno de amor y esperanza les dije:
-Dios nos bendice.
Caíamos inmóviles al suelo baboso y putrefacto, perdidos en el mismo infierno de lo desconocido, cuando alguien tocó a la puerta insistentemente, alguien de afuera había escuchado y venía a ayudarnos... Los cerrojos se destrancaron y el último impulso de vida me levantó del suelo, ya no había nada dentro de la casa, se había ido todo, un aroma a jazmín purifico la estancia. Seguían tocando el portal que, extenuada, abrí lentamente encontrándome a una mujer que preguntaba si la casa estaba en venta. Respondí inmediatamente que sí, y que estábamos dispuestos a hacer negocio lo antes posible.
No recuerdo más nada de aquel día, solo sé que regresamos a casa de mi madre esa misma noche, solo sé que no contamos lo sucedido a nadie, solo sé que mis hijos están sanos y salvos, solo sé que seguimos vivos, prósperos, exitosos y principalmente seguimos amándonos... solo sé que nuestra vida cambió completamente, después de salir de aquella casa, solo sé que conocimos el infierno y regresamos para no contarlo y nunca más volver a vivirlo… la bendición de Dios nos había salvado.
Doy fe y testimonio que esta es una historia de mi vida real… H.D
Ilustraciones: @Bailatelavida
En Inglés: https://steemit.com/jerrybanfield/@bailatelavida/they-are-mine-entry-for-swc-by-jerrybanfield
Wowwww madre mía que historia, la piel de gallina me has puesto, tus ilustraciones son impresionantes, gracias por compartir, el equipo Cervantes apoyando el contenido original y de calidad.
Un honor para mi y mi familia que dedicara un tiempo a leer nuestra experiencia, gracias por visitar mi post, gracias por su comentario, por sus votos, me llena de ganas para seguir multiplicando mis experiencias, hay mucho en nuestras vidas para compartir con esta maravillosa comunidad... La casa era un sueño, era lo que toda familia deseaba, pero era eso, solo una casa, con muchas energías negativas. Dicen que allí, cientos de años antes, existía un cementerio indígena, y pasaron muchas batallas, como campo de las guerras por la independencia de mi país, justo en ese lugar. Cualquier explicación le han dado, pero nosotros no nos quedamos... Ahora donde vivimos, estamos en paz, y por fin tenemos un hogar donde disfrutar los días y las noches en familia. Un ¡hurra! a la encomiable labor del equipo Cervantes, apoyándo al desarrollo de una sociedad mejor.