Era una tarde calurosa cuando Lalo el Benteveo se detuvo en el mercado de Santiago Apóstol, posándose encima de unas palmeras que parecían más muertas que vivas. Estaba cansado de estar sobrevolando el área, con el sol inclemente y la fuente cercana al mercado ocupada por las palomas, quienes exigían la tarifa de un gusano para beber de aquél bien tan preciado.

Mientras descansaba en la palmera, se dedicó a observar a la gente que pasaba a su lado, ignorándolo por completo.

O eso creía hasta que vio a una muchacha con aquella cosa extraña llamada "celular" acercándose a donde él estaba. Al parecer la chica estaba emocionada de verle. Y vaya que lo estaba, pues escuchó comentarle a su acompañante, otra dama de mayor edad, que los Benteveo siempre sobrevolaban todas las mañanas la construcción abandonada que estaba cerca del mercado.

Lalo se maravilló cuando supo que la muchacha solía observar el cielo cada vez que pasaba por las mañanas; podía verles volar en círculos, haciendo surcos por los aires. Incluso solía grabarlos con esa cosa que tenía entre sus manos, tal y como posiblemente lo hacía en ese momento antes de marcharse con su acompañante al interior del mercado.

Minutos después de que la muchacha se marchara, se le acercó su primo Paco y le preguntó qué tanto había hecho la muchacha, a lo que Lalo le contestó: "Pues tomar fotos, nada más".