El cuerpo del vagabundo estaba recostado contra el cristal de la cabina. Mientras el grupo guardaba silencio, Rodrigo dijo: hasta parece dormido. Tenía razón; no lucía mugriento, y el abrigo roído le caía suavemente sobre los hombros. Encerrado en el cristal de la cabina telefónica daba la impresión de ser una de esas mariposas disecadas y guardadas en el laboratorio de biología. Encapsuladas para la eternidad. Sin embargo, la inmovilidad del vagabundo no guardaba armonía ni era romántica. El mentón le caía sobre el pecho y en la mano sostenía el teléfono, como si el pobre tipo después de saltar la verja del liceo y refugiarse en el depósito hubiera descubierto, entre el material escolar, la oxidada cabina telefónica, y de pronto lo hubiera invadido el deseo de llamar y comunicarse, como nos ocurrió a todos al verla, y cuando por fin se sentó y discó esperanzado el número, hubiese sufrido un ataque.
Rodrigo estaba lívido cuando vino a buscarnos al receso. Dijo tartamudeando, nada propio de él, siempre tan deseoso de lucir fuerte, que nos mostraría algo en la guarida. En ese momento sonreímos cómplices, inocentes aún. A nadie le gusta asomarse al viejo depósito del liceo, además está prohibido. De todos modos, no existe una vigilancia férrea ni está clausurada su entrada: basta con colarse por la ventanilla rota del salón de tercero b, en la primera planta, y escabullirse por la maleza crecida del patio hasta el fondo. La prohibición que gravita y lo envuelve con una aureola de misterio es de otra índole. Alrededor del ruinoso edificio de piedra se ha creado una mitología con base en los rumores de los alumnos; se habla de estudiantes suicidas, de profesores masoquistas, de rituales y embrujos. Como si el depósito fuera el enclave de una ola de maldad. En todo caso, la versión más original y la que me dio más miedo la oí de Mariana. Al principio íbamos en grupo, porque mamá dice que una dama siempre debe ir acompañada, pero ya no me importa ir sola. Al parecer, nos contó Mariana, algunos graduados han dispersado el rumor de que la vieja casilla que el liceo utiliza de almacén es, en realidad, una máquina del tiempo. Un portal que siempre se ha alzado y nunca desaparecerá. Se trata de una máquina particular. Las personas que entran vuelven a salir con la misma edad y en apariencia con el mismo estado físico, pero sus mentes han emprendido un largo viaje a través del tiempo. Es decir, en su interior han cambiado. Esta mañana que entramos y vimos el cadáver del vagabundo en la cabina, por un momento, mientras todos nos quedamos callados, sentí que algo se transformaba en mí.
La primera vez entré en el almacén porque tenía que besar a Rodrigo. Era un juego estupido, y a alguien se le ocurrió la brillante y divertida idea de encerrarnos juntos. Yo acepté porque deseaba demostrarles a todos que no era rara, que podía besar a un chico con completa normalidad, pero no pude. Es raro cuando intentas imponer cosas a sobre ti, nunca resulta, y quedas luego con una sensación molesta en el cuerpo. Para mi sorpresa Rodrigo tampoco se interesó mucho en el asunto, y fingió no ver mi nerviosismo. Por lo tanto, exploramos los viejos cachivaches escolares llenos de polvo hasta que nos topamos con la vieja cabina. Estaba cubierta con una tela impermeable. Era estrecha, y estaba bastante abollada en algunas partes, pero conversaba el color amarillo intenso pese a los años trascurridos.
Llevado por una atracción natural Rodrigo entró y se encerró dentro, contemplándome distorsionada por efecto del cristal granulado. Después de que fue mi turno de encerrarme y hablar entiendo la sensación; una vez te recuestas en el asiento apolillado, el empañamiento del vidrio da la sensación de que te encuentras en las nubes volando con libertad. En algún momento, después de descolgar el teléfono más que todo por juego, Rodrigo comenzó a hablar de su vida: hablar en serio, como si se hubiera propuesto deshacerse de una gran carga, y dejarla tirada en la cabina. Cuando entraron Mariana y Luis a buscarnos, me vieron sentada oyendo concentradamente. Desde entonces se convirtió en una cita semanal entrar en el almacén y sentarse en la cabina para hablar. Dentro parece que todo ha desaparecido, estás sola, por fin, volando.
Una vez leí que los lugares son un prisma infinito de realidades. No deja de sorprenderme como cambian las cosas con ciertas personas. Si visito el depósito sola es el ambiente lúgubre y triste de las historias, en cambio, si voy con el grupo, es el lugar correcto para mis confesiones... Ahora temo que exista una nueva posibilidad. Que está presencia que se ha instalado entre nosotros sea un túnel subterráneo que conecta los dos mundos; el exterior y el interior. La soledad del primero filtrándose e invadiendo la intimidad del segundo. Como si el vagabundo muerto fuese… la adultez.
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¡Qué buen cuento, @poesiaempirica! La situación que origina y finaliza la narración nos introduce en una cautivante y extraña historia juvenil, que nos abre a las posibles interpretaciones de una visión del mundo en la que somos protagonistas de nuestra propia autorevelación. Saludos.
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