Primera parte: Los cuervos y la ciudad
La lluvia cae con un chisporroteo sobre el tejado del invernadero. Mateo ve a través de las puertas de cristal el viento que barre la arena sucia de la playa. Oye una puerta abriéndose desde la casa, luego sigue desbrozando la hierba bajo los árboles junto a los focos. Alrededor crecen hortalizas verdosas y raquíticas. Se eleva el rumor del oleaje estrellándose en los acantilados. Mientras bombea agua cenicienta de un pozo pestilente, observa una sombra balanceándose en una rama. Se alza de puntillas y la arranca. En su mano contempla la pulpa amarillenta y quebradiza. Su hermano se alegrará; tenían años sin ver una fruta.
El silencio rompe con los ladridos inquietos de Spok, y a continuación cruje la madera del porche con un golpe. Forcejea con la puerta, cuando consigue abrirla, ya no le da tiempo de ponerse el traje de bioseguridad. A pesar de la poca distancia que separa el invernadero de la casa, y de cubrirse con las manos cara y ojos durante la carrera, siente la quemadura de la lluvia ácida en la piel. La puerta trasera gira arrancada de sus goznes. Salta los escalones y entra en el salón. Muebles y mesas volcadas, forzados cajones y puertas, olor a putrefacción y humo. El olor de los cuervos. Desde la puerta delantera suena el arranque de un motor. Corre hasta la entrada principal para ver desaparecer el último trineo en una polvareda grisácea. Bajo la lluvia las siluetas negras montadas en los trineos parecen fantasmas fundiéndose en la lejanía. Intenta perseguirlos, jadeando y tropezando con los montículos de arena, sintiendo el hálito de fuego de la lluvia, hasta que oye unos pasos acercarse, y su cabeza resuena con un golpe hueco.
La danza de las sombras y el crepitar del fuego lo despiertan. Desde donde está acostado alcanza a ver una silueta frente a la chimenea. Un pequeño salón con pobre mobiliario. Se toca la nuca, y cambia de postura en el mueble. La figura se vuelve y se acerca despacio. Despertaste, dice. Eres imbécil al salir sin traje mientras cae lluvia ácida. Bajo el abanico resplandeciente del fuego logra reconocerlo. El vecino se sienta en el respaldo del mueble. ¿Dónde está mi hermano?, pregunta Mateo. El vecino no responde, y se restriega la mano por el rostro. La oscilante luz transforma los movimientos en lentos y pesados. Afuera se oye el monótono sonido de la lluvia, que arrecia con fuerza. El vecino lo mira, desde su altura la parte izquierda de la cara permanece en la oscuridad, y no logra descifrar su expresión. Se lo llevó la tribu de los cuervos, dice el vecino. Imposible, pasaron por aquí la temporada pasada y pagué la cuota, dice Mateo. Pues se lo llevaron, dice el vecino. Estos eran diferentes, un grupo más pequeño quizá, dice el vecino. Se miran en silencio. ¿Crees que vendan sus órganos?, pregunta Mateo. No lo sé, dice el vecino. Los vi partir camino a la ciudad, concluye.
Durante la conversación ha oscurecido. Los rayos hacen parpadear las dos únicas ventanas del cuarto, dibujando matices en el suelo que, junto con las siluetas arrojadas por el fuego, parecen dos poderes ancestrales luchando incansablemente. Mateo se levanta, arropado con una burda frazada, trastabilla por el dolor de cabeza, y se detiene en medio de la habitación. Tiene que ayudarme, dice Mateo. Ya te salvé al arrastrarte aquí mientras corrías como un loco bajo el ácido, dice el vecino. Por fin se levanta, alto y encorvado y, a la palpitante luz, muestra la mejilla izquierda cicatrizada y carcomida. Pobre muchacho, te recuerdo lo terrible que pueden llegar a ser las consecuencias, dice el vecino.
Cautivante historia la de esta primera parte de tu creación narrativa. El mundo postapocalíptico que recreas con cierto toque de horror es prometedor. Pendiente de seguir tu relato. Saludos, @poesiaempirica.
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