El recuerdo del invernadero. (Cuento seleccionado en la IV edición de Brevelectric).
La enfermera le recomendó una posada cercana. Alejandro canceló las citas del consultorio de abogados, y se hospedó en aquel lejano pueblo de Falcón donde las casas parecían presas de un viento huracanado; la pintura descascarada y las paredes hinchadas por la humedad. Las únicas construcciones de cemento que vio fueron la clínica y la posada; ambas doblegadas por la lluvia incesante de arena. Durante los primeros días estuvo sentado al lado de la cabecera leyendo un libro de rezos que le obsequió el padre que visitaba terapia intensiva. No era una persona religiosa, pero pensó que era lo correspondiente. La lectura era interrumpida por un sonido molesto, como de mosca irritada en un frasco: el rumor constante del tanque de oxigeno. La primera semana intentó llenar el espacio de palabras, comunicarse con su hermano por si alcanzaba a oír, pero acabó convencido de que no tenía nada que decirle. No conservaba grandes momentos con él; no le agradaba recordar su infancia. Después de abandonar la casa, Alejandro se convirtió en un fantasma que aparecía en raras ocasiones. El rostro demacrado de su hermano le era ajeno. Le causaba inquietud.
Esa noche se levantó asustado en el cuarto de la posada con la camisa empapada por una pesadilla; o lo que él entendía como una pesadilla. En esta se oía un sollozo infantil aleteando atrapado en una bruma con olor a flores, sin embargo, al despertar, no guardaba más detalles, como si la escena estuviera empañada de interferencia. Después de cambiar el turno de la mañana con el amigo, le explicó el sueño a su hermano. Alejandro esperaba algún indicio de reconocimiento, pero no llegó. Las siguientes noches las pasó despierto, contemplando el artesonado del techo e intentando memorizar algunos de los versículos del libro de rezos, para eludir la angustia del sollozo infantil que surgía cuando intentaba descansar. Entonces comenzó a vagar por la recepción con muebles cubiertos de arenisca, alrededor de la pileta con hojas flotando en el fondo, por los pasillos tapizados con una alfombra desgastada; encontrándose a cada paso insomnes, zombis vigilantes, detrás de ventanas y balcones, con la mirada puesta en la clínica, que de noche resplandecía con una luz blanca. Algunas noches, en la lejanía, cruzando la carretera, envuelto en una polvareda en su caminata, se veía un pobre viejo de impermeable amarillo, renqueando con un bastón de cáñamo.
Una noche soñó con la finca de la amiga de su madre, un tiempo borroso, en una visita que le hicieron poco antes del divorcio. Era una gigantesca casa solariega, adornada con macetas de colores colgadas de los aleros, rodeada de un campo de trigo y con las montañas por fondo. Al retirarse las amigas a conversar, Alejandro retó a su hermano a escalar el terraplén más alto y coronar su cima. La subida fue rápida y divertida, pero alcanzada cierta altura, se percataron que el lado de la cima estaba sembrado de arbustos espinosos; imposible deslizarse entre ellos sin sufrir lastimaduras. Desde esa posición, la vista de los jardines circundantes y la lejanía de la casa, metía vértigo en el cuerpo. Alejandro saboreó la sequedad de la boca, el suave cosquilleo del dolor de cabeza por el sol del mediodía. Su hermano, a pesar de los riesgos, se atrevió a bajar. Ya se deslizaba por la tierra, cuando él comenzó a llorar. Su hermano regresó, le propuso ir rodeando la ladera hasta conseguir un punto más accesible. En este camino desembocaron en un viejo invernadero; uno de los paneles del techo se había derrumbado, producto de las lluvias, estrellándose contra el costado de la colina formando un puente. Al cruzarlo, la penumbra del interior dejaba entrever macetas caídas y jarrones rotos; se percibía el olor a tierra mojada y flores marchitas. Alejandro miró con desesperación la puerta con candado. Su llanto se fundió con el fuerte olor a flores. En ese momento, su hermano lo abrazó y le susurró palabras que lo calmaron; era como si en ese breve diálogo, en ese instante, como una gota de rocío sobre una hoja, su hermano le comunicara el secreto del universo.
Al despertar, Alejandro se sentía agotado, como si hubiera emprendido un largo viaje. De alguna manera entendió que el suave llanto impregnado de flores lo condujo, como un túnel, al recuerdo del invernadero. Hasta ese momento se sentía perseguido por su vida pasada. Al día siguiente le contó la historia a su hermano. Le agradeció no abandonarlo en la colina. Le preguntó cómo escaparon del invernadero, y sobre el significado de las palabras susurradas, pero en ese momento se dio cuenta, como una revelación, de lo deplorable de su estado, quizás nunca más podría responder a nada. El dolor le llegó como una forma de conocimiento. Alejandro pensó en las últimas palabras que dijo su hermano después de desmayarse, y se preguntó si al igual que él, recordaba el invernadero como un misterio pendulando sobre su vida. El recuerdo era la única forma de comunicación que les quedaba. Le pareció terrorífico que las sombras pudieran cernirse de súbito sobre alguien. Nunca había estado en comunión con su hermano, hasta ahora. Le dolió nunca habérselo dicho. Deseó que se despertara, y poder disculparse.
En las semanas siguientes su hermano empeoró, y lo trasladaron al último piso de la clínica. Aunque en la entrada se leía piso de recuperación, entre el personal era conocido por otro nombre: el pasillo de los agonizantes. Era un largo corredor dividido en dependencias donde pernoctaban los familiares. Alejandro se sorprendió de las múltiples caras del sufrimiento; los visitantes se entregaban, con la mirada absorta, a cualquier paliativo que conjurara el dolor. Cualquier signo exterior, la extraña figura de las nubes, una noche más calurosa, era interpretado en relación con la enfermedad y se abrigaba alguna esperanza de recuperación. La necesidad provocó que al corredor se le adosara un comercio basado en la enfermedad: los vendedores, pertrechados con su mercancía, se asomaban en cada habitación ofertando ungüentos, collares, cadenas, objetos beatificados, palabras milagrosas. Alejandro asistía con regularidad a la ponencia o sermón que se organizaba semanalmente en la sala común; durante una hora oía al padre que le regaló el libro de rezos pontificar sobre la vida, la salvación y la esperanza. Le gustaba mecerse con el ritmo de las palabras, además le agradaba el padre, con el que mantenía largas conversaciones. Una tarde, antes o después de contarle el recuerdo del invernadero, el padre le recomendó que hablase con el viejo del impermeable amarillo. El padre le confesó, como un escolar avergonzado que, aunque era contra natura, el viejo había ayudado a muchas personas. Él lo había notado entre la comitiva de comerciantes, pero ahora lo asoció con aquel viejo visto fugazmente por la ventana en sus noches de insomnio, atravesando los remolinos de arena.
Un día se unió a la subasta a su alrededor. El viejo subastaba la llave de una habitación de hotel localizada en las playas del extrarradio. En el mundo se abren puertas insospechadas que conducen a lo desconocido, anunciaba el viejo apoyado en el bastón de cáñamo, sitios que por las tragedias acaecidas en su interior se transforman en lugares de tránsito. En su discurso mencionaba plazas que a la medianoche reverberaban con pisadas de transeúntes invisibles, el paso de trenes herrumbrosos y destartalados, descarrilados hace épocas, donde los pasajeros, muertos inocentes, aún esperan llegar a su destino. Todos hemos sido testigos de una visión parecida, una disrupción sutil de la realidad, continuaba el viejo con voz ronca, que intentamos desengañar aludiendo a un juego de luces, al cansancio, a la imaginación. Pero la intuición no falla. La sensación de trampa descubierta nos advierte que esas habitaciones, espejos, ferrocarriles, templos, no se encuentran en ningún tiempo determinado, sino que sobrevuelan todas las épocas. El viejo del impermeable amarillo afirmaba tener la llave a uno de esos lugares; en la habitación número siete, explicaba, era posible concertar una reunión con los muertos. A pesar de la resistencia y la tenaz lucha de los demás desesperados, Alejandro consiguió la llave.
Durante la duermevela de esa noche lo asaltaron imágenes confusas. Su hermano lo esperaba en una habitación consumida por la oscuridad, cuando intentaba acercarse, el piso se convertía en un mar que lo devoraba. Al despertar en la luz azulada del crepúsculo, al lado de la cabecera, le pareció que el cuerpo acostado de su hermano le enviaba un mensaje. Descubrió que había dormido con la llave aferrada en la mano.
Dos días después, en una tarde soleada, murió su hermano. Durante los trámites y el papeleo de la funeraria Alejandro olvidó por completo la llave. Hasta que volvió la imagen del invernadero; su hermano flotando en la eterna juventud. Se despertó antes de descifrar las palabras. En ese momento pensó en la llave. Antes de entregarla, el viejo del impermeable le convinó de los peligros, y le advirtió de la monstruosa sombra que, a partir de ese momento, lo perseguiría sin descanso. A la mañana siguiente, Alejandro tomaba un autobús con dirección al hotel de las afueras.
En el horizonte pespunteaba el litoral. Durante el viaje cayó en una somnolencia turbia de la que despertaba abruptamente en cada parada del camino. Por la ventanilla las altísimas dunas de arena dieron paso a una carretera flanqueada de palmeras enfermas. Debajo de él se oía el traqueteo de la marcha; los neumáticos deslizándose por el asfalto dejando todo atrás, como un río fluyendo imperturbable. Ya no se sentía perseguido; su vida tenía un peso apacible. Miró sus manos en el respaldo del asiento y le parecieron transfiguradas, palpitando con un nuevo significado. Se elevaba el sonido del oleaje. Su hermano esperaba. No quedaba nadie en el autobús cuando bajó en la última parada.
Frente al mar se alzaba un anodino hotel carcomido por el salitre. Al abrir la puerta lo recibió un profundo silencio. Una habitación corriente; con el único atractivo de un deslustrado balcón con vista al mar. El pueblo apenas se distinguía, envuelto en un denso vapor, como si se tratase de un ensueño pasajero. Desde la adquisición de la llave, ya no soñaba. Aun así, el recuerdo del invernadero y su secreto eran parte de él. A la mañana siguiente bajó a la playa. No era una playa frecuentada por turistas, pues las olas rompían con fiereza contra la costa y el viento era helado. En cambio, las noches eran húmedas y silenciosas. Pese a levantarse con frecuencia para distraer el calor, pocas veces coincidió con algún huésped en las inmediaciones. En las ocasiones en que ocurría, estos mostraban un aire desorientado y la salud quebrantada; sus pasos eran vacilantes y su conversación errática. Esa noche decidió ir al bar de la esquina. Era un local angosto, con techo de palma y mesas de madera rudimentaria, abierto a la costa. Las pocas personas que conversaban alrededor le parecieron viejos fotogramas, antiguos retratos. Conversó con un viejo que se le acercó. Antes de irse, el viejo le animó a marcharse. Aún estás a tiempo, no eres como los que se quedaron aquí, dijo el anciano tomándole el hombro. Nadie sabe el elevado precio de la salvación, dijo antes de salir y confundirse en la noche.
Durante el camino regreso al hotel, las facciones del viejo se difuminaban, como si la brisa de la madrugada le arrancase la memoria. Al encender la luz consiguió la habitación destrozada: muebles despanzurrados, la cerámica agrietada, los espejos rotos, la luz cortada. Detrás de la penumbra espesa que cercaba la estancia se vislumbraba una vetusta presencia, rabiosa y maligna. Esa noche, como una pauta establecida, como coordenadas dictadas sin lengua, soñó con el recuerdo del invernadero. A la mañana siguiente despertó sabiendo el sitio de reunión con su hermano.
Antes de partir por el camino que se internaba en la playa, dirigió una vista al ruinoso hotel y recordó la habitación corrompida, los rostros fantasmales de los habitantes del pueblo, y sintió la atracción del secreto, el enigma del invernadero. Al andar el viento soplaba fuerte.
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