El espejo negro
Era la cuarta vuelta que daba sobre sí mismo en busca de acomodo, pero no pudo conciliar el sueño. La trémula luz violeta del radio reloj, vestigio de un tiempo ya lejano, iluminaba toda la habitación mientras contaba ovejas que nunca antes había visto en el mundo real.
Resignado tomó asiento al borde de la cama posando los pies sobre las pantuflas verdes de manera perfecta. Una maniobra automática de precisión absoluta para afincar todo el peso de su cuerpo al levantarse.
Caminó directo a la peinadora sin tropezar, cruzando en penumbras el cuarto, cual felino sin hacer ningún ruido. El gran espejo reflejaba la luz violeta sobre la mesa de noche. Un sobresalto le devino al percatarse del olvido de cubrirlo.
Recordó la insistencia de su madre, racionalizó y desmenuzó el propósito de cerrar el portal, siempre pensó que era una inútil superstición. Algo que lamentaría antes de terminar la noche.
Para sorpresa suya, una negrura profunda de improviso en el espejo, hizo considerar las indicaciones de su madre, «tapa siempre el espejo hijo», pero era demasiado tarde. Sintió un frío recorriendo todo el cuerpo haciéndole sudar.
Gritó, «solo estoy soñando», cuando escuchó una horrible voz negándolo. Vio como unas manos peludas y ásperas en su torso desnudo lo atraía al espejo. El corazón trepidante casi le sale por la boca.
Con pies y manos se empujó apoyándose de la peinadora con la esperanza de liberarse. Su mente atea e incrédula estaba en shock.
Sintió crujir los huesos de los hombros al traspasar el espejo. Por instantes, que le parecieron casi eternos, quedó sin aliento, costándole mucho respirar.
Intentó recitar sin éxito la oración enseñada por su madre cuando de pequeño iba a la cama. Una carcajada ensordecedora y burlona lo golpeaba por todos los lados.
Gritó de nuevo, «¡demonios, estoy soñando!», cuando de inmediato múltiples y dolorosos pellizcos le atormentaron por doquier. Miró alrededor y nada vio, solo una oscuridad que lo tragaba en una caída interminable.
Pensó en la validez de las elaboradas disertaciones del profesor que tanto admiró en la cátedra de filosofía, y cuya tesis central defiende la importancia suprema del hombre mismo.
Volvió a gritar, «lo siento mamá, te amo», y aunque es estremecido no ofrece ninguna resistencia, cerrando los ojos e implorando perdón a un Dios que hasta aquel momento negaba, se resignó a perecer.
Sintió ser catapultado hasta estrellarse en contra de una pared suave, cuando abrió los ojos, la terrible voz, entre quejidos le dijo, «te estaré vigilando», no aguantó y mojó la cama, mientras la voz se desvanecía al igual que la negrura del espejo.
Fin
Una micro ficción original de @janaveda
Imagen de creatifrankenstein en Pixabay