Arte: Julian Met'yu
«Las conversaciones siempre son peligrosas si se quiere esconder alguna cosa.»
— Agatha Christie
La muerte del padre Bastian barrió el buen animo en todo el pueblo. Él había sido el sacerdote de la Iglesia de La Santa Madre por casi cuatro décadas. Esa vida que entregó casi totalmente a la parroquia acabó súbitamente durante un domingo de ramos. Falleció por un infarto que interrumpió un bocado de la sopa que resultó ser su último almuerzo.
Con la lamentable noticia, se dice que en numerosos hogares del pueblo se derramaron algunas lágrimas. Todos en Heiligen, católicos o no, le guardaban un gran respeto al padre Bastian. Él había sido un hombre muy gentil, servicial, y tenía un talento natural para dar acertados consejos a quien se los pidiera.
La arquidiócesis no tardó en enviar a un presbítero para oficiar una misa en su entierro y, a partir de ahí, poder servir como su reemplazo en la parroquia. Muy temprano, a la mañana siguiente, arribó desde Caracas un joven sacerdote recién ordenado. Así fue que el padre Cándido Vizcaya llegó al pueblo de Heiligen.
Sin siquiera desempacar del todo, el sacerdote cambió su gabán por una sotana que no le ajustaba muy bien, y salió a oficiar una misa en honor del párroco fallecido. Dicen que durante esa tarde,el padre Vizcaya dio un sermón conmovedor del que no quedó mayor registro, pero se sabe que entre todo su discurso pronunció una frase que rápidamente se hizo un dicho popular en el pueblo: «nosotros no sufrimos la muerte, sufrimos la vida».
Para poder vivir el primer requisito es haber nacido. Este evento sobre el que hablo ocurrió varios años antes de que yo lo hiciera. Por eso todo cuanto sé sobre él llegó a mí gracias a gente que sí vivió durante en esos días. La primera vez que oí al respecto fue de la boca de la tan misteriosa Amy Shelley.
Han sido muchas las historias que llegaron a mí estando en los lugares correctos y en el momento correcto. A la gente no le molesta contar sus secretos en mi presencia, pero siquiera yo podría llegar a enterarme de tantos con la facilidad con la que lo hace un sacerdote.
Los católicos tienen la costumbre, y la normativa, de confiar sus mayores secretos a los sacerdotes para conseguir por medio de ellos el perdón por sus pecados. Por ese simple motivo, el padre Vizcaya era un hombre convertido en un cofre de secretos.
Era por eso natural que el secreto más terrible que había en ese pueblo le perteneciera, por supuesto, al mismo padre Vizcaya. Ese gran misterio lo pude desentramar mucho más adelante, y entender sus repercusiones se me hizo estremecedor. Antes de que yo siquiera tuviera un nombre, ya habían pasado varios años desde ese día tan trascendental para mi vida.
Fue durante una helada noche de julio. Se había derramado una violenta tormenta sobre aquella colonia. Habían brisas iracundas disparando toneladas de agua y granizo. La intensa lluvia azotaba cada muro y techado de Heiligen. Ya nadie podía dormir en todo el pueblo, y todavía no empezaban a detonarse los truenos.
Era tan recia la lluvia que las calles de Heiligen rápidamente se convirtieron en ríos. Habían raudos torrentes que desprendían las rocas de los caminos y araban la tierra a su paso. Entre tal escándalo, el padre alcanzó a distinguir que se colaba un repetido golpeteo de alguna tabla de madera. Por eso pudo advertir que había dejado una ventana abierta.
El padre se levantó, se puso un abrigo, y salió de su habitación. Fue guiado hasta la ventana por un charco que se distribuía por toda la cocina. Él llegó hasta ella, y cuando levantó su mirada logró divisar que en el exterior había alguien.
Una persona tenía la osadía de deambular a merced de esa tremenda tormenta. Ella Iba avanzando contra el empuje del viento y las duras bofetadas del agua gélida. Pero lo más extraño, para gran sorpresa del sacerdote, era que no llevaba puesta ninguna prenda.
Era una mujer en plenos años de juventud la que caminaba luchando contra toda la ira de la naturaleza. El padre quedó con la mente en blanco, y luego sus instintos despertaron Comenzó a gritar en dirección a ella, pero ella no le respondía. La mujer no era capaz de escucharlo.
El padre insistió y siguió gritando y agitando sus brazos muy alto, pero ella no lograba ver nada más que sus pies hundidos en lodo. Al final no tuvo más remedio que salir a buscarla para brindarle refugio. Él se apresuró por una larga manta de cuero y la llevó consigo fuera de su casa. Ella no notó su presencia hasta que alcanzó a tocar su hombro.
—¡Calma, calma! Cúbrete un poco —le dijo el sacerdote poniendo la manta sobre su cabeza—. Vas a enfermarte si sigues aquí.
Ava había dado un brinco, pero luego de sentir un poco de calor, ella sintió un susto que rápidamente se deformó en desesperanza. Entonces se dejó guiar en los brazos del padre teniendo la extraña sensación de que en sus manos estaba segura. Así supo que había llegado al lugar correcto y había encontrado a la mejor persona para ayudarla.
Tras llevarla hasta su residencia y brindarle un asiento, el padre pudo al fin identificarla Él la había visto antes, sin duda, pero entre la gran masa de feligreses que recibía en su iglesia, en realidad nunca antes había cruzado alguna palabra con Ella. Tardó un poco en darse cuenta de que se trataba de Ava Scholz, la esposa de Joachim Scholz, el devoto más que frecuentaba su confesionario.
Fue por ello que muchas de las preguntas que se hizo en ese momento fueron resueltas por lo que había en su memoria. Los hematomas en sus piernas, sus glúteos y sus caderas, no necesitaban ninguna explicación para él.
Ava se había casado con Joachim a la edad de quince años. Él era heredero directo de una gran fortuna. Casi toda la familia Scholz residía en Alemania, pero poseían una gran flota comercial que hacía negocios con algunos de los altos residentes de Heiligen.
Joachim Scholz conoció a Ava al visitar Heiligen junto a su tío, y de inmediato se enamoró de ella de una forma tan obsesiva que decidió quedarse en el pueblo solo para poder estar cerca de ella. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, ella no llegó a sentir más que rechazo por él.
El padre de Ava descubrió el interés de Joachim y se sintió encolerizado al saber que uno de los hombres más ricos de Alemania estaba interesado en su hija, y ella tenía la osadía de evadirlo. Así que recurrió la violencia para conseguir lo que él consideraba que era «hacerla entrar en razón». Fue tan convincente que, apenas tres meses después, Ava se unió a Joachim Scholz en santo matrimonio con el rostro cubierto de lágrimas.
Cuatro años habían pasado desde entonces. En la mente del padre Vizcaya se enroscaban y convulsionaban las confesiones de Joachim. Cada palabra resonaba en su mente y hacía un gran eco. Por su juramento debía guardar todos los secretos que escuchara en la cabina del confesionario, pero lo que Joachim Scholz hacía con Ava lo hacía querer arrancarse la sotana.
¿Acaso podía Dios perdonar tales pecados? Y si lo hacía, ¿por qué se sentía en la necesidad de juzgarlo? Sin embargo, no paraba de pensar que si dejaba fluir esa ira que le producía escucharlo estaría cometiendo uno mucho menor. Pero no lo hizo jamás. Sin importar cuan detalladas fueran las narraciones de Joachim, él solo mantenía la calma hasta que acabara de vomitar su asquerosa historia.
El padre comenzó a adiar a Joachim, y a llegó a odiarse a sí mismo, cuando el pecado en confesión alcanzó un nuevo límite. El maltrato al que sometía Joachim a la pobre Ava se volvió más depravado de lo que el padre podía escuchar sin sucumbir a un ciclo de constante insomnio.
Tras cinco largos años de matrimonio, Ava nunca fue capaz de tener un hijo. Eso despertó en Joachim los instintos de un furioso animal combinado con un libido indómito que lo saturó de un impulso impío. Él era peor que una bestia salvaje, pero solo bajo su propio techo. Los horrores que ocurrían en la casa Scholz eran un secreto que solo conocían ellos tres y el fallecido padre Bastián.
El padre Vizcaya intentó reprimir cada imagen que se estaba concibiendo a su mente, pero reprimir la imaginación es puede ser muy complicado. Las crueles historias de Joachim se quedaron con él desde entonces y anidaron en su pensamiento. En ese momento, la mujer que protagonizaba las historias más depravadas que conocía, estaba a solo un paso de él.
Una manta seca y una bebida caliente no iba a ser suficiente, pero ayudaría mucho a calmar los intensos escalofríos que tenía Ava. El sacerdote le sirvió té de manzanilla, y solo después tomar hasta la última gota que había en la taza, ella fue capaz de hablar para decir un simple «gracias» entre dientes.
La tormenta pasó al fin, y el padre Vizcaya contemplaba a Ava desde una mecedora mientras ella estaba sumida un profundo sueño sobre el tapete de su sala. Él no comprendía que podía haberla llevado a salir sin ropa a enfrentar esa tormenta, pero esa era otra historia sobre la que no quería saber nada.
Con tantas interrogantes que no se atrevía a esclarecer, el padre Vizcaya tuvo que esperar a la mañana para saber lo que había ocurrido. Él preparó avena, vistió a la chica con algunas de sus prendas, y la invitó a desayunar junto a él en su mesa. Había un absoluto silencio, hasta que Ava comenzó a llorar sobre su plato.
—Yo lo hice… yo… yo lo maté.
El padre dejó caer su cuchara al escucharla. Para él todo empezaba a tener sentido entonces. Sin embargo, no pudo evitar reafirmar lo que había escuchado.
—¿De qué hablas, Ava? —preguntó. Ella, temblorosa, respondió:
—Yo maté a Joachim… ¡Yo lo maté!... ¡YO LO MATÉ, YO LO MATÉ, YO LO MATÉ… Yo…
Ava gritaba, jadeaba y clavaba sus uñas entre su cabello. Pero el padre no se inmutó al escucharla. En cambio, se abalanzó hacia ella para apoyarla con un abrazo lleno de dulce amabilidad. Luego le dijo:
—Está bien. Todo está bien. Dios ha visto todo lo que pasó y su compasión no tiene límites. Solo debes arrepentirte de lo que has hecho. Debes saber que lo que hiciste está mal. Haz pecado, pero puedes reparar tu daño. Puedes alcanzar la salvación aún.
—Tenia mucho miedo, padre —dijo Ava sollozando—. Él me acorraló y... Estaba sobre mí y yo… yo no podía. Yo…
—Ya, ya… calma niña. No pienses en eso. No pienses en eso. Tranquila…
Ava no dijo otra palabra. Lloró y lloró recordando como tuvo que tomar un cuchillo y cortar de tajo la garganta de Joachim mientras intentaba desvestirla. Para él ella debía ser su sirvienta, o mejor dicho, su esclava. Para aquél ser tan nauseabundo su mujer era su posesión, y por eso no soportaba la idea de que ella no pudiera darle un hijo.
Esa tortura no vería fin mientras él siguiera vivo. Huir parecía una opción en ocasiones, pero Ava no tenía lugar a donde ir. Su familia la hubiera devuelto con él, y no conocía a nadie más. En ese momento, tras haber matado a Joachim en su propia casa, ese no era un lugar para ella.
El cadáver seguía en el piso de la cocina y empezaba a emitir un olor putrefacto. Joachim era un hombre tan aislado que hasta entonces nadie había advertido lo que ocurrió. Pero eventualmente la gente lo sabría. El padre Vizcaya no tenía más opción que llamar a la policía y contarles todo.
Ava se había defendido legítimamente de un agresor que pudo haberla matado. Nadie dudó de su versión, y las pruebas la favorecían. Toda la investigación llevó semanas, y durante ese tiempo ella se hospedó en la residencia del padre Vizcaya. Cuando Ava fue al fin absuelta de todos los cargos, era más que evidente que su familia no quería ni siquiera pasar por la vergüenza de mirarla a la cara.
Sin lugar a donde ir, la residencia del presbítero se hizo el nuevo hogar de Ava. El padre se sintió en la obligación moral de alojar indefinidamente a la mujer que había rescatado. De ese modo tuvo que convivir día a día con el objeto preciso de sus peores pensamientos. En cada comida la tentación estaba siempre al otro lado de la mesa, y él temía no ser capaz de tolerarla.
El padre se debatía entre el morbo y la culpa. Sus votos parecían poco importantes ante una mujer que lo seducía con su sola presencia. Y cuando ella no estaba cerca, el padre se estremecía al recordar toda su piel descubierta. Solo el peso de la sotana lo convencía de mantenerse siempre al margen de sus deseos, pero ellos habitaban en su cabeza haciendo un estruendoso ruido.
Sin que pudiera evitarlo, la dulzura de Ava y su belleza hipnótica llevaron al padre a enamorarse de ella tan profundamente que llegó a afectar su cordura. Ava estaba muy cerca suyo la mayor parte del día. A veces tanto que podía olfatear su aroma y contemplar su cuerpo fácilmente. Tan cerca que podía escuchar su respiración y alcanzar su cabello con solo extender el brazo.
Pasaron más de tres meses y Ava seguía bajo el refugio del padre. Tiempo suficiente para que él descubriera, por pura observación, que algo muy extraño ocurría en su mente. Las náuseas frecuentes le hicieron creer inicialmente que Ava había enfermado, pero el abdomen abultado parecía dar otra explicación a su padecimiento.
Ava estaba embarazada, absurda e irónicamente. Luego de tantos intentos de Joachim Scholz, fue solo cuando Ava decidió ponerle fin a sus abusos que ella al fin pudo concebir. Pero a pesar de que La idea era tan intolerable, Ava nunca renegó de su embarazo.
A ella parecía alegrarse por su condición gestante. Se mostraba sonriente, y en ocasiones se le podía ver acariciando su vientre que crecía como su emoción por convertirse en madre. Pero un día, unas horas después de haber comido la cena, el padre Vizcaya reconoció desde su habitación un sutil lloriqueo de Ava mientras rezaba un rosario.
Un pasillo de madera dividía las habitaciones que se hallaban en paralelo. El padre encontró a Ava con el rostro bañado en lágrimas, y ella lo miró entrar sin siquiera reaccionar a su presencia.
—¿Qué ha pasado, mi niña? —preguntó el padre.
—Son dos —respondió Ava firmemente.
—¿Son dos?... ¿Dos qué?
—Son dos en mi vientre, Padre. Mis hijos, mis ángeles, los hijos del ángel que me liberó. Son dos en mi vientre…
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