En el borde de un amanecer pálido, donde los tonos del cielo parecían mezclarse en un susurro de luz, una lágrima rodó por la mejilla del infinito. Era una lágrima que estaba vestida de paz, aunque al mirarla detalladamente parecía estar coloreada con dolor y tonos de desdicha terrenal, sin embargo, su ropaje antiguo y vasto era el adiós.
El ángel niño, con alas que aún parecían aprender a sostenerlo, flotaba en el umbral entre el cielo y la tierra. Sus ojos, grandes y dorados como soles en miniatura, miraban con un brillo cálido, pero húmedo al hombre que estaba abajo, en un prado iluminado por la primera luz.
—¿Por qué lloras, pequeño? —preguntó el hombre con la voz quebrada, sin comprender del todo por qué sentía en su pecho una grieta que no había existido antes.
El niño lo miró en silencio por un momento, como si sus ojos fueran espejos de lo eterno. Entonces habló, y su voz era un murmullo que el viento llevaba consigo, apenas audible pero inmensamente claro.
—Porque debo irme.
El hombre retrocedió un paso, como si esas palabras fueran un golpe que lo empujaba hacia atrás. No entendió. Lo observó sorprendido, sin saber qué responder. Todo en su ser quería negar aquellas palabras, y no sabía, por qué, su cuerpo pedía aferrarse a la presencia de aquel ángel niño.
—Pero… ¿a dónde irás? —preguntó con el corazón pesándole en cada palabra.
El ángel niño bajó la mirada y extendió una mano hacia el cielo, donde una estrella solitaria parecía latir con un resplandor suave, como un faro en el vacío.
—Allí, donde el amor no necesita palabras para existir. Donde no hay antes ni después, solo el ahora que perdura.
El hombre quiso responder, pero las palabras se le quebraron en la garganta. A lo largo de los años, había sentido aquella conexión como un hilo dorado que lo ataba al niño. Lo había sentido en las noches en que los cielos parecían más cerca, en los momentos en que su alma estaba en calma. Ahora entendía que aquel hilo no se rompería, pero sí cambiaría.
— No sé por qué te digo esto, pero si hay algo que pueda hacer para que te quedes, dime y lo hago.
El ángel sonrió y con ella mil imágenes aparecieron en la mente el hombre y exclamó: — Gracias, papá, pero es hora de partir.
Fueron unas palabras que resonaron en su alma. Una brisa acarició su rostro, y logró entender, era el toque de despedida de su hijo. Sin embargo, antes de que el niño partiera, el hombre cayó de rodillas y dejó salir lo único que podía ofrecer:
—Te amo, hijo.
El ángel, ahora iluminado por un fulgor casi insoportable, sonrió con gratitud y belleza infinita.
—Y yo a ti, siempre, papá.
Con esas palabras, la lágrima que había caído del cielo tocó la mejilla del hombre, y en ese instante comprendió. Aquella lágrima no era tristeza, era plenitud: por el tiempo compartido, por el amor eterno que no necesitaba de una forma física para existir.
El ángel niño se desvaneció en un haz de luz, volviendo al origen del cual había venido. El hombre permaneció arrodillado, con la lágrima aún fresca en su rostro. Y aunque estaba solo en el prado, su corazón se sentía más lleno que nunca.
Desde entonces, cada tarde se detiene frente al sagrario, une sus manos y sale en ritual a mirar el cielo, y allí ve su amada estrella, esa que le susurra te amo y que le ayuda a seguir viviendo.
A tear
On the edge of a pale dawn, where the hues of the sky seemed to mingle in a whisper of light, a tear rolled down the cheek of infinity. It was a tear that was clothed in peace, though on close inspection it seemed to be colored with sorrow and tones of earthly woe, yet its ancient and vast garb was farewell.
The child angel, with wings that still seemed to learn how to hold it, hovered on the threshold between heaven and earth. His eyes, large and golden as miniature suns, gazed with a warm but moist gleam at the man below, in a meadow illuminated by the first light.
-Why are you crying, little one? -asked the man in a broken voice, not quite understanding why he felt a crack in his chest that had not existed before.
The boy looked at him silently for a moment, as if his eyes were mirrors of the eternal. Then he spoke, and his voice was a murmur that the wind carried with it, barely audible but immensely clear.
-Because I must go.
The man took a step back, as if those words were a blow pushing him back. He did not understand. He looked at him in surprise, not knowing what to answer. Everything in his being wanted to deny those words, and he didn't know why, his body wanted to cling to the presence of that angel child.
-But... where will you go? -she asked with her heart weighing on her every word.
The child angel looked down and stretched out a hand toward the sky, where a lone star seemed to pulsate with a soft glow, like a beacon in the void.
-There, where love needs no words to exist. Where there is no before or after, only the now that endures.
The man wanted to answer, but the words broke in his throat. Over the years, he had felt that connection like a golden thread that tied him to the child. He had felt it on the nights when the skies seemed closest, in the moments when his soul was calm. Now he understood that that thread would not break, but it would change.
-I don't know why I am telling you this, but if there is anything I can do to make you stay, tell me and I will do it.
The angel smiled and with it a thousand images appeared in the man's mind and he exclaimed: “Thank you, dad, but it's time to go".
Those were words that echoed in his soul. A breeze caressed his face, and he managed to understand, it was his son's farewell touch. However, before the boy left, the man fell to his knees and let out the only thing he could offer:
-I love you, son.
The angel, now illuminated by an almost unbearable glow, smiled with gratitude and infinite beauty.
-And I love you, always, daddy.
With those words, the tear that had fallen from the sky touched the man's cheek, and at that instant he understood. That tear was not sadness, it was fullness: for the time shared, for the eternal love that did not need a physical form to exist.
The child angel vanished in a beam of light, returning to the origin from which he had come. The man remained kneeling, the tear still fresh on his face. And though he was alone in the meadow, his heart felt fuller than ever.
Since then, every evening he stops in front of the tabernacle, joins his hands and goes out in ritual to look at the sky, and there he sees his beloved star, the one that whispers to him I love you and that helps him to continue living.
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Un hermoso y conmovedor relato, escrito en una grata prosa poética. La muerte de un niño (propio o ajeno) siempre será la mezcla del dolor y la esperanza de algo mejor para él. Saludos, @franvenezuela.
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Le felicito por la maestría con que ha logrado un conmovedor relato, mediante una pulida prosa poética y concluye con un cierre espectacular. Saludos desde Cuba
¡Gracias!