Primero fueron los sonidos metálicos en loop y luego las piezas sincronizadas con la acción. En medio siglo, la mega industria revolucionó la interacción musical con las pantallas.
Lo que Gustavo Santaolalla logró en 2013 con la banda sonora del videojuego The Last Of Us marca una estela, como cada vez que un argentino incursiona en territorios inexplorados. El hecho de que un músico sea reconocido mundialmente es importante, pero que lo sea más por musicalizar un videojuego en lugar de una película lo hace aún más meritorio. Al lograrlo, el compositor de bandas sonoras para películas galardonadas como Secreto en la montaña se acercó a una curiosidad similar a la de Thiago Lapp, que en 2019 y con apenas 13 años ganó casi un millón de dólares jugando al exitoso Fortnite, elevando a otro nivel la figura del gamer. En ambos casos el espectador ajeno a los videojuegos marca una pregunta crucial: ¿qué tienen estos objetos para que su impacto vaya más allá del mero entretenimiento y alcance ahora un status artístico e incluso deportivo?
Ya en 1994, Beatriz Sarlo anticipaba en sus Escenas de la vida posmoderna que “el futuro más próximo nos está anunciando que estos juegos clásicos serán desbordados por el cruce entre films y games”. Dos décadas de avances tecnológicos y conceptuales más tarde, este cruce no solo fue desbordado sino que instaló sentidos que pueden leerse de forma independiente a sus relaciones originales.
En el caso de la música de los videojuegos, los “bips” electrónicos de las máquinas Pong en los años 50 derivaron, medio siglo después, en piezas musicales individuales con la autonomía suficiente para escucharse en Spotify, igual que un álbum de cualquier otro género. Pero esta “institucionalización” arrastra una historia de especialización y descubrimiento de nuevas tecnologías, y ante la pretensión imposible de sistematizarla por completo, existen al menos cuatro movimientos esenciales para conocer qué hay detrás de una industria que mueve más de 120.000 millones de dólares cada año.
Melodías fundacionales
El japonés Kōji Kondō no fue el primer compositor de música de videojuegos, pero sí uno de los primeros en instalar una “firma sonora” reconocible. En el Japón de 1985, y con las influencias musicales del momento, Kondō diseñó la música del archiconocido videojuego Super Mario Bros (Nintendo, 1985) para asimilar lo que estaba sucediendo en la pantalla, de forma que las escalas (en su mayoría cromáticas) pudieran repetirse la mayor cantidad de veces. De esta manera, los clásicos saltos y maniobras de Super Mario entre chimeneas y hongos eran acompañadas por un ritmo que replicaba esas piruetas musicales en un escenario de colores primarios fuertes.
Aparte de resolver la banda sonora de forma elegante, esto respondía a las limitaciones físicas de los cartuchos del Nintendo Entertainment System (popularizados en Argentina como las Family Game). Kondō también replicó estas repeticiones en The Legend of Zelda (1986), un juego de aventuras cuyo plano cenital permitía ver los escenarios de una manera novedosa: a vista de pájaro y con dimensión de un mundo extraño por descubrir.
Si bien las canciones de estos juegos tenían un inicio marcado, todavía carecían de un final, dado que el silencio no era una opción posible salvo cuando el juego se pausaba. En las versiones actuales de la saga de los Super Mario, con arreglos orquestales y Big Bands de jazz, las limitaciones de los 8-bits continúan su infinita productividad musical. En esta línea, además, se inscribe Hirozaku Tanaka (1957) con “Korobéiniki”, conocida popularmente como la canción del clásico juego de bloques virtuales Tetris (1989), basada en una canción folklórica rusa del siglo XIX. Estas melodías desencadenaron la producción que conocemos hasta ahora.
Un sonido para una imagen
Final Fantasy, una fantasía medieval mezclada con futurismo cyberpunk, siempre replica la misma estructura: salvar al mundo con un grupo de amigos. Esta saga puso en relieve una característica de los juegos RPG (que se definen por tener aparatos narrativos y duraciones más complejas que los juegos anteriores), según la cual ya no se trataba de terminar el recorrido del juego “en una sentada”, sino de atravesar una duración que podía resultar, a veces, mayor que todas las temporadas de una serie como Friends. Por esa razón, el japonés Nobuo Uematsu se concentró en crear una música que pudiera generar un sentido envolvente y extendido.
El procedimiento típico de este período musical consistía en ensamblar las secuencias musicales con las cinemáticas, como sucede en la obertura de Final Fantasy VII (1997), donde una vez resuelto el leit motiv que atraviesa todo el juego, se manifestaban elementos sonoros complementados de forma audiovisual. Por este motivo, las percusiones y sonidos metálicos que comienzan cuando la melodía principal termina su primera vuelta acompañan el final de la secuencia: los primeros pulsos de un redoblante con bordones son asimilados con la llegada de un tren, y unos timbales denotan los martillazos de una ciudad industrializada. Se constituía así una banda sonora que dejaba de pensarse como un elemento “externo” al sonido.
Este gesto sinestésico se volvería una condición capaz de enmarcar al jugador en escenarios concretos y extender el período de juego, por lo que después de 50 horas, uno podía encontrarse en plena batalla final con la pieza “One-Winged Angel”, que le daba a la aventura una conclusión en el sentido más orquestal. Esta es una pieza que Uematsu pensó como quien va un paso más adelante: “¿Cómo sonaría esta canción si la tocase directamente con una orquesta en vez de los dispositivos MIDI que disponía en esa época? Estaba muy influenciado por “Rito de Primavera”, de Stravinsky, porque además es una pieza de orquesta que tiene un impacto muy destructivo, y yo quería algo que sea fortissimo, fortissisimo”, contaba el compositor.
Otro caso paradigmático viene de la pieza “Maria & Draco”, en Final Fantasy VI (1994), que incluso con las limitaciones del momento es una ópera de 20 minutos de duración.
Por otro lado, un caso que sale de lo programado es Doom (1993), un juego en primera persona que nos obliga a pelear contra demonios salidos del infierno, musicalizado con riffs de heavy-metal en formato MIDI. Compuesta por el estadounidense Robert Prince, esta música se caracterizó por provocar los primeros revuelos relacionados con la violencia en los videojuegos, ya que además de la música pesada se incluían tiroteos y mucha sangre.
Las posibilidades de una épica
Con dispositivos tecnológicos de mayor calidad, el estadounidense Jeremy Soule alcanzó una obra cumbre en 2012 con la banda sonora de The Elders Scrolls: Skyrim, que visualmente se parece a la serie Games of Thrones. De salida casi coetánea con la serie de George R.R. Martin, la aparición de Skyrim inició la proliferación de juegos de mundo abierto, donde no hay una linealidad narrativa sino un espacio virtual a ser descubierto.
Cinco años antes, a Soule le habían dado una consigna: “Necesitamos que compongas coros en draconiano (una lengua inventada) que puedan ser doblados a distintos idiomas sin que pierdan ni la rima ni el sentido”. El compositor convocó a 30 coristas para cantar 3 veces las mismas canciones con variaciones armónicas que, una vez ensambladas, conformaran cantos similares a los de una multitud. Se creaba así la canción “Dovahkiin”, que da inicio al periplo del héroe e instala la épica que otros juegos del mismo estilo trataron de replicar
Pero, ¿cómo transformar una melodía épica sin que resulte pura hipérbole? Esta es la pregunta que puede formularse a otro compositor estadounidense, Harry-Gregson Williams (Estados Unidos, 1961), que además de contribuir en la industria del cine creó las bandas sonoras de videojuegos ya clásicos como Metal Gear Solid (2001-2015) y Call of Duty 4: Modern Warfare (2007), la definición misma de los conocidos “juegos de guerra”, que replican la propuesta visual tanto de películas como de documentales bélicos.
Monstruos transmedia
En el panorama contemporáneo, las filiaciones entre varias ramas del arte son evidentes y las creaciones digitales impregnan ya no solamente su carácter interactivo, sino que adquieren una función transmediática: además del videojuego, se publican cómics y películas que habilitan la permanente renovación del sentido original del juego. Es por eso que el compositor japonés Shoji Meguro diseñó la banda sonora de Persona 5 (2016), una aventura protagonizada por un joven que descubre un universo paralelo capaz de alterar los sentimientos de quienes ejercen el mal.
Sin orquesta ni aparatos vocálicos complejos, Meguro dispone de una banda de acid jazz y una cantante de funk como Lyn Inaizumi para hacer el recorrido contrario a Uematsu. La banda sonora se transforma así en una canción en el sentido más clásico, con letras, estribillos y líneas de bajo potentes.
De forma paralela, se gestaba en la primera década del nuevo siglo la noción de juego indie, con el piano y los sintetizadores austeros del alemán Daniel Rosenfeld en Minecraft (2010) y las creaciones de la estadounidense Laura Shigihara para la música de Plants Vs. Zombies (2009).
En el balance, la tradición musical de los videojuegos, entre las antiguas melodías mezcladas con los saltos de Super Mario Bros, la impresionante acción rockera de Doom y la nostalgia musical de Minecraft, acumula casi cuatro décadas de evolución y ambición estética constante. Y es por eso que la experiencia de jugar ante cualquier pantalla ya no solo es un asunto diseñado para impactar a los involucrados únicamente con los personajes y los paisajes imaginarios o hiperrealistas, sino también para envolverlos con su música hasta el final.
Plagio de
https://www.clarin.com/revista-enie/escenarios/videojuegos-escuchan-gamers-_0_qI24sgxfV.html
yo soy el autor original
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