Un nudo frente al mar
La primera vez que me enamoré tenía 22 años y el chico del cual me enamoré vivía a seis horas de mi ciudad. Lo conocí, por casualidad, en un viaje que hice con mi amiga Jenny, quien era su prima. Llegamos a su casa, una hacienda donde había caballos, vacas, toros y todo tipo de animales. Yo que siempre había dudado en el amor a primera vista, inmediatamente que vi a este chico supe que era la persona con la que quería pasar el resto de mi vida.
Los días que pasé en aquella haciendo fueron realmente increíbles e inolvidables. El chico se desvivía por atenderme y por divertirme:
_¿Quieres montar a caballo? –me preguntó él el segundo día de mi llegada.
_No sé montar a caballo –respondí apenada.
_Mejor. Yo te enseño –y así fue cómo por primera vez me monté en un caballo y cada mañana paseaba con él por toda la hacienda.
Siempre, si tenía que ir al banco o al negocio familiar (tenían una carnicería), me invitaba y se dedicaba a mostrarme todo:
_Aquí es donde se hace el queso. Este es el lugar donde se pica y se guarda la carne. Aquí es donde guardan los ingredientes.
Nunca en mi vida había sido tan consentida y complacida, y mira que yo tengo unos padres muy consentidores. En fin, no sé si fue por tantas atenciones o porque realmente este chico era muy guapo, o porque en vidas anteriores nos conocimos, me enamoré en aquella semana de un completo desconocido.
Pero debía volver a mi ciudad, con mi gente, a mi rutina, así que transcurrida esa semana, volví a mi casa. Recuerdo que cuando me despedí de este chico, lo hice con un beso en cada mejilla y él solo me dijo:
_¡Debes estar muy contenta, Nancy! –expresó con los ojos entrecerrados como esperando que yo respondiera algo, pero yo no supe qué decirle. Era tan novata en cuestiones de amor, que preferí guardar silencio con temor a que el amor se me saliera por la boca. Entonces me monté en la camioneta y ni si quiera voltee la mirada cuando el auto arrancó dejando una estela de polvo detrás. En aquella época en la que no existía celular, mensaje de texto ni whatsApp, presentía que sería la última vez que vería a aquel chico.
Cuando volví a casa, la primera que se dio cuenta de que algo nuevo estaba ocurriendo dentro de mí, fue mi madre:
_¿Qué tienes? –me preguntó un día.
_¿Cómo qué tengo? Nada –dije esquivando su mirada. Temía que mi madre viera lo que yo aún no veía.
_Te ves extraña, como si tuvieras un problema –insistió mamá, pero yo logré evadir el interrogatorio.
Pero hasta para mí, mi actuar parecía extraño. No era la chica alegre, extrovertida, festiva de siempre, sino una sombra que vagaba por los rincones buscando excusas para dormirse temprano, no hablarle a la gente y hasta para no comer:
_Vamos a comer pizza –me decían mis amigas.
_No tengo hambre. Gracias –decía y era cierto: había perdido el apetito. El estómago, como si estuviera lleno de mariposas, pocas veces lo sentía vacío. El pecho también lo sentía apretado, con ganas de llorar, con una nostalgia vieja y desconocida, tanto así que a solas yo misma me preguntaba frente al espejo: